lunes, 14 de abril de 2008

Rojo a la orilla.



1- Un auto, solo, espera la salvación de nadie.

2- Ese minúsculo punto en el espacio genera nuevas perspectivas.

3- No resulta fácil aceptar demasiado a las asimetrías en cuanto relaciones interpersonales.

4- Pero la complementariedad entre partes dispares muchas veces es más necesaria.



“Tal vez habían encontrado un auto rojo a la vera de ese camino, o tal vez nunca encontraron nada…..”


Un auto rojo parado-abandonado a la vera del camino es sólo un mísero auto rojo parado-abandonado a un costado intrascendente. El transeúnte que pasa por el costado derecho del auto rojo parado-abandonado a la vera del camino es un transeúnte y nada más. La superficialidad de la mirada con poca visión profunda hace que este advenedizo no vea, más allá de sus posibilidades y estropee el caudal informativo, caiga en los errores tácitos, pero casi comunes, que le impone la rutina y acribille la imaginación, por momentos.
En el auto rojo, ya viejo (un Renault 6 bastante descuidado), confluyen historias disímiles. En el auto rojo la monotonía nunca se hizo presente o siempre hubo algo más que monotonía. El auto rojo es rojo sólo para los dos transeúntes (más tarde otro curioso va a llegar) y es auto únicamente para los que todavía añoran sus formas. El vehículo se torna casi inmaterial cuando lo aborda un camión de bocina prepotente por su orilla más vulnerable. Vulnerabilidad que el camión esconde tras el evidente grito y estridencia de su estirpe para construir poder. Así, la vida del auto abandonado y algo alienado sigue sin saber el rumbo que, mal estacionado a la orilla, le depara un destino cada vez más incierto. El auto rojo espera, yaciendo en la mansedumbre de la cuneta que está a su izquierda, que llegue el momento de la muerte, para encontrar la redención siendo materia prima futura de nuevos vehículos.
A la orilla del camino, a la vera de la calle, el auto, ahora de color difuso, espera. La imaginación de unos es la presunción de otros. El auto rojo que no parece rojo pasó por su vida útil, quizás. Desde lejos parece gastado por andanzas en calles empinadas, efímeras aventuras en otras tierras. Pudo ser auto rural, tal vez alcanzó la gloria en una picada callejera en tiempos mozos. Tuvo, seguro, encuentros amorosos en su seno también.
Haciendo un pasar surrealista por la historia que no se conoce aún de este veterano R6 se añade, en un pensamiento casi fuera de cauces plenamente normales, que es probable que ese auto rojo no exista más que en la imaginación de unos pocos. La vida, disímil y alejada, de los dos transeúntes que conocieron con sorpresa el auto es muy parecida. Los dos, fuera de presente, conocieron la tumultuosidad de pasados olvidables. Entonces el auto existe para ellos porque necesitan que el auto exista. El auto está abandonado porque ellos quieren que sea el residuo que desean ver a la vera del camino. Por un momento, la duda del color también cae, como flash anacrónico, sobre un escenario estridente y raro. Entonces, uno, parado como refugiado en el frente lateral derecho le discute al otro que el color no es rojo, que el rojo lo ve él nada más, porque su vida, su maltrecho y algo arruinado pasar por el mundo, tiene el color rojo ceñido en las vísceras. El auto tiene, según el primero, la transparencia o cristalinidad de las piedras que se asoman en alguna costa utópica. Las disquisiciones no llegan a buen puerto, el auto espera, como esperan los asilos cargados de ancianos, que el añorado final llegue sin pedir permiso, los aborde en la penumbra de los días, los fusile con su prepotencia. Este auto que no es auto es el auto que espera.
Atrás no se distingue casi nada. Adelante, el horizonte es confuso, algo tormentoso. El auto sigue en el mismo lugar. El día le pasa por todos lados y la hora esperada no llega. Fue un Renault, piensa uno, puede ser cualquier cosa en algún futuro no tan esperado, calcula el otro. Las visiones estropeadas por la subjetividad de los dos son casi inalcanzables en un plano concreto de comunicación. Pese a todo, el auto está presente en cada uno como una mezcla de optimismo actual y sueños pasados. Los demás no parecen haber salido a la calle. El auto percibe sólo a estos dos que lo tocan suavemente y piensan sobre él. El vehículo está atónito, nadie había hecho semejante cosa jamás ante él y ante la desenfrenada vida precedente que tuvo, en la que, siempre, le pareció fugaz, porque la R6 siente que no vivió, o no la dejaron vivir del todo. Los dos transeúntes siguen cerca, parecen acariciarlo, lo tocan, lo miran. Especulan sobre su pasado. Hacen planes para el futuro. Piensan. Construyen encima de él. Pero el auto real o irreal no se mueve y parece que la estaticidad seguirá por larga data. El auto está solo, comprende uno. Y desde lejos alguien, bastante fuera de la escena sospecha que los que están solos son los transeúntes, y están a la vera del camino todo el tiempo. Pero el auto ya casi no está. La R6 casi perdió su estirpe, su propio significado de auto, por el olvido permanente que sufre. Cuando la luz de los transeúntes llegó, el vehículo, que casi no era rojo, pareció despertar de a poco. Sintió deseos de volver a la pista. Fueron momentos fugaces y anacrónicos, momentos inolvidables, instantes jamás repetibles.


El tiempo había parado una noche de diciembre, el calor pasó desapercibido. En las afueras de las calles que rebotaban en las esquinas un hálito casi como grito pelado de gol albergó el verdadero sentido de la esperanza. Fueron minutos en que el auto con sus nuevos ocupantes intentaron lo impensado: salir de ahí, de ese lugar, irse en esa, supuesta, flamante R6. Pero no pudieron. El vehículo no pudo arrancar o ellos no supieron emprender el viaje. El abandono lo había hecho dudar de su capacidad, el cielo se le vino encima, el día volvió a ser demasiado caluroso y la música… la música nunca estuvo, pensó. No hay música para los solitarios y compañía que valga para un Renault, se recalcó. Gritó, quiso correr, no arrancó. Era la última, mera, oportunidad de salir de la vera del camino, pero no arrancó.
Al notarlo, los transeúntes, que ya no eran menos que temerosos atletas en el desierto, miraron fijamente al auto, notaron que no funcionaba, que los problemas que lo habían acuciado en tiempos remotos, en su imposibilidad de ser un digno R6, lo paralizaron para siempre. Lejos de entender, lejos de ayudar, los transeúntes siguieron su camino. No supieron demasiado de nada, y sobre eso recayó la culpa. Aunque abandonaron casi por completo a la R6, pero sabiendo que existía, que estaba, que iba a estar, tal vez, por siempre, con ellos. Sin embargo, se fueron, por miedo.
El auto fue desmantelado por aquellos dos que se iban sin dejarle ni las ruedas. El destino trajo el reflujo conocido de la humillación tal cual R6 que siempre fue. Quedó en estado de mutilación casi absoluta. No tuvo otra posibilidad que la de buscar un espacio nuevo, aunque le era difícil encontrar lugar. El auto rojo quedó a mitad de camino sin saber, incertidumbre final, si podría haber salido de la orilla. Siguió, sin embargo, olvidado y netamente fusilado a la vera del camino.
Pero la R6 ya no es tal, o nunca lo fue del todo. La irrealidad de los transeúntes pudo más, para construirlo, para imaginarlo por esos efímeros pasos y también para deshacerlo del todo. Esa irrealidad que no llena todo el vacío que se impone cuando algo, muy adentro, termina por germinar en frío. Porque el tiempo mínimo con el auto fue para los transeúntes muy importante. Aunque ahora, cuando el vehículo queda definitivamente abandonado y los peatones siguen carriles opuestos, en veredas vecinas, pero dispares a sus búsquedas, tal vez uno se acordará del otro o ninguno lo recordará más. Ese auto, tal vez inexistente, los hizo vivir, pero también los hizo morir un poco. El tiempo subjetivo es lo que vale y es lo que anestesia, con el correr de las calles, el olvido negativo. Y quedará guardado en cada uno de estos ocasionales invitados, causales allegados a este efímero puerto nuevo, algo, por lo menos algo, de la esencia de ese instante tratando de entender a una R6 a la vera de sus vidas.

Tal vez se supo después que el sentido de realidad fue tenue, más tenue que el sentido de ideal para apagarse más tarde en la nebulosa de la duda. Y así, el auto pasa a ser ahora, pero no para siempre, un desguace sin identidad tirado en un baldío, solo, siempre solo, por miedo a la recuperación, por bronca a lo normal, a dejarse parecer a lo cotidiano en un mundo atomizador que lo redujo a cenizas finalmente. Y es probable (se piensa ahora) que el auto haya sido producto de una fábula, nunca fue rojo o al menos tuvo un matiz grisáceo. Nada se sabe de su paradero por estos días, aunque el camino por donde estuvo sigue existiendo, la presencia inmaterial se percibe. Y los transeúntes… creen haber estado siempre en otro lado…


“El camino ofertó algunas salidas. Tal vez algún día podrá, y podrán, escapar del todo…..”



PABLO ZAMA.

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