viernes, 14 de noviembre de 2008

Malabaristas puntanos:



Los bohemios de las esquinas


En una orilla: el arte. En la otra: un “rebusque” para ganar plata. Por último: prácticamente una filosofía de vida. “Estamos adentro del sistema pero también afuera”. Una frase paradójica que se escuda en aristas que fundamentan la bohemia, la aventura, el ritmo de vida de un conjunto de nómades personajes que no pertenecen a un mismo grupo por mucho tiempo. Los malabaristas no sólo representan un icono fundamental del “street-art” (arte callejero), ese que generalmente crece en las urbes como resistencia al arte tildado de convencional, una forma de calmar la sed utópica de sentirse afuera de una sociedad. Muchas veces una resistencia –aunque es imposible de eludir- a la política por el sólo hecho de la política.
Surgida en Egipto, en el siglo XVIII, esta actividad representa para quienes ejercen ese oficio callejero una manera de estar en el mundo respecto a los demás, una forma de conseguir aquilatar la mirada hacia la actividad en las calles como fuente laboral independiente. De esa manera, gran parte de la sociedad se ve disparada hacia un debate lógico sobre la legitimidad que tienen estas personas para trabajar en las calles.
En plena ciudad, dos protagonistas de esta especie de vida-aventura explicaron qué es ser malabarista-viajante en la Argentina.

El juego

El semáforo está en rojo. Las clavas (esa especie de botellones caseros muy similares a los que se usan para jugar al bowling) giran en milésimas de segundos y caen en las manos de su dueño, previo a realizar un dibujo, casi imposible de predeterminar, en el aire. El ejecutante de esa acción en la esquina de Junín y Sucre, en plena ciudad sanluiseña, es “Camu”, un chubutense que está de paso por esta provincia, porque no se queda a residir por mucho tiempo en ningún lugar. “Nos gusta conocer la idiosincrasia de la gente”, dice. Al lado, tres “palitos del diablo” también vuelan y son capturados y vueltos a lanzar una y otra vez, en este caso por el “Indio” (un cordobés que traspasó los límites del país).
El juego, en una mínima partícula de su espectro, como representación de las acciones de una organización social en su totalidad, queda suspendido y elevado, detenido, por fracciones de segundos, cuando llega a su punto máximo en Junín y Sucre. Ese momento cuando la comunión entre el creador y su criatura llega al estado anímico propio del artista de provocar esa sensación extraña de eyección hacia otra dimensión.
El Indio, pasada la escena, cuenta: “Uno viaja y conoce muchas cosas. Estuve en Bolivia y en Brasil y allá la gente te trata como un maestro, es una experiencia muy linda”. Esa casi interacción (aunque el feedback ahí no existe) entre el trabajador callejero y su elemento de trabajo es reconocida con la recompensa: la donación económica “a voluntad” de los automovilistas que pasan por la esquina. Más tarde, estos dos aventureros, permanente forasteros, llevarán las monedas acumuladas y harán un fondo común con sus pares en la plaza Pringles para comprar la cena, acción que ya ocurrió al mediodía.

Fuego cotidiano

Ahora son las pelotitas (de tenis, rellenas con arena y cubiertas con cinta aisladora de distintos colores) las que vuelan por el aire, lanzadas por el Indio. Él cuenta: “Acá la gente es medio dura a veces. Pero nosotros hablamos con los tacheros y los colectiveros, que son unos personajes también. Nos hacemos amigos de ellos y hacemos chistes mientras trabajamos”.
Son casi una especie de antropólogos callejeros que intentan conocer, a su manera, cómo es la vida en otros puntos de la sociedad argentina. Viajan permanentemente, solos: porque la meta es integrarse a nuevas redes sociales todo el tiempo. Pero la paradoja hace que se encuentren en otros puntos del país. Así les pasó a Camu y al Indio, que se conocieron en Catamarca y después de cuatro años se encontraron hace algunos meses en San Luis.
La plata nunca es satisfactoria: “Conseguimos 15 pesos por día, pero hay días que son peores”, asegura Camu. La hora de comienzo de la jornada laboral es a las 10. No se despegan de la calle hasta conseguir la plata para la comida y la bebida del día, porque trabajan para comer. Ahí está el gen bohemio que van dejando por todos los lugares que recorren. Duermen en carpas y sus características mochilas viajan con ellos por todos lados.
El aseo personal, dicen ellos mismos, no es la meta a la que aspiran, porque: “Preferimos vivir naturalmente y no nos gustan los químicos de los jabones”.
Por esa última razón hay gente que no está de acuerdo con que estén en las calles y también, muchas veces, reniegan de sus actividades en los semáforos porque aseguran que los molestan cuando conducen. Por la tarde, con algunos de sus amigos se dedican a vender artesanías en la plaza Pringles. “Desde la Municipalidad nos prohibieron que vendamos en la mañana porque no podemos competir con los artesanos del Paseo del Padre”, cuentan.
Antes, en un tiempo que ahora para ellos parece muy difícil de recuperar, el Indio dice que estudiaba teatro en la Universidad Nacional de Córdoba. Mientras que Camu admite: “Yo laburaba en Chubut, pero dejé eso para empezar a viajar”.
El Indio revela otra etapa de su pasado: “Yo antes robaba. Pero por suerte unos conocidos míos me sacaron de ahí y empecé a estudiar en la facultad de arte de Córdoba. Estuve tres años y dejé. Ahora trabajo en esto para tener el sanguchito y el vino o la cerveza”.

Viajantes

“Artista de Rua. Una professäo tamben digna”. Un latiguillo muy común entre los trabajadores-artistas callejeros. Escrito en portugués en la remera de uno de los amigos de Camu y el Indio, significa: “Artista de la calle. Una profesión también digna”.
En San Luis los viajantes que están actualmente son cerca de seis, los demás trabajan acá permanentemente. Pero ese grupo minúsculo recorre las calles argentinas sin intención de tener planificado cuál va a ser su destino final. “Algunos aspiran a quedarse, otros no. Pero uno no sabe si después se tiene que quedar en algún lugar porque formó una familia”, argumentan.
Muchos de ellos trabajaron en circos pero no continuaron. No pueden asegurar en dónde van a estar al día siguiente. Aseguran: “Hay gente a la que hay que ganársela”. No los unen la cantidad de gustos personales coincidentes. Tampoco los lazos de amistad precedentes. Los une la calle, la aventura y la incertidumbre (preciosa para el bohemio) de no tener nada planificado. Mientras viajan cuentan que aprenden, por ejemplo, a hablar en Quechua y Aymara (idiomas indígenas). Son hippies. Se hacen preguntas existenciales todo el tiempo. Están de paso y San Luis es un lugar más para sumar a sus experiencias antropológicas callejeras. Después de todo, el Indio deja una frase que los caracteriza: “A la gente la queremos hacer reír. Que descargue las tensiones, el estrés. Y buscamos que nos vean como un ser humano más. Trabajamos para el aplauso y la sonrisa, más allá de que buscamos una moneda a voluntad del corazón de la gente”.

*Texto publicado en El Diario de la República (San Luis).

Pablo Zama