miércoles, 24 de septiembre de 2008

El guardia



La luces que ayer se apagaron cobran el fuego que tuvieron con la mierda que hoy las resucita
, escribe el guardia sobre la pared.

No hace frío esta mañana. El grito que lacera la memoria todavía es una constante en la celda. Relatos de todos los tiempos son los que lo mantienen vivo, o al menos eso cree mientras se entera por una radio a pilas que Antonini Wilson dijo que existió otra valija. El mundo, de a ratos, le parece una peste difícil de digerir. Escribió con errores ortográficos en la pared, se da cuenta ahora. Es muy tarde para borrar lo que ya hizo.

El germen de la miseria es la autonomía que se les da a los hijos de puta, sigue escribiendo.

Nadie lo ve, porque no hay nadie prácticamente en los pabellones de máxima seguridad. Cristina K habla en la ONU y le pega duro a los yanquis. La radio es testigo. Boca ganó con los pibes y River sigue lamentando la estocada tucumana. La información no es lo que le genere desconfianza. El ruido de que todavía existe un afuera es lo que lo perturba. Por eso, tal vez, no tardó en declararse culpable en los horrores que se le imputan.

La soledad, rincón misántropo de celda mugrienta, lo acribilla. Pero se siente indemne a la sociedad en esa parcela de recuerdos, con la actualidad que sale, necia, por un mínimo parlante de receptor viejo.

Los diarios corrompen la subjetividad y maculan el buen sentido de la percepción. En los diarios se escriben buenos relatos, sobre lo que no ocurrió. Esas páginas contienen el semen de los aduladores del poder, mancha la pared con asco.

Hay una historia que para él no retrata lo que ahora ve, distorsionado, de lo que no puede saber del afuera. Acaba de quemar todos sus libros. Y, mientras quiere quebrar la monotonía de las horas, se infunde bronca, todo el tiempo, para poder persistir a través de la energía de los malos deseos.

“El Diario Clarín dice en su portada que hay paro total de trenes en Buenos Aires”, la voz radial suena espesa y tremendamente vacía. En la celda parece difícil que el guardia encuentre el sustento para resistir a lo que le dictan como verdad.
Por el receptor se entera que la hija de Camps es ahora la detractora de la corrupción militar. Y Pino Solanas se acuerda del atentado que sufrió en la época menemista.

La ignominia que hoy enfrenta la sociedad, es el reflejo de las luchas apócrifas, intestinas, que los neoliberales creyeron que emprendían: el campeonato mundial de la estupidez, sin más, ya casi no le queda aerosol para tirar en ese muro.

Piensa en que el hombre sino es político sucumbe al poder de los infames que no son hombres políticos. Cubrirse de lo que los demás son, diferenciarse, al menos en la mierda –sigue pensando- da el detalle de lo sobresaliente. Aunque él prefirió imputarse de horrores que todavía nadie, más que él, sabe si fueron una absurda realidad.

Aquellos pelotudos que caminan erguidos y con traje. Esos que no le dan bola a nadie y llevan la soberbia pegada en las vísceras. Esos, no conocen el vacío, porque los robots no sienten, tira el último suspiro de aerosol en el último espacio que le queda libre a la pared.

Se levanta de la cama y toca los barrotes. El guardia no aspira a entender qué pasa por el plano de la realidad condicionada del afuera. Suena el despertador de quienes lo vigilan. El guardia se tira sobre el colchón. Permanece quieto por media hora, sin dormirse, por más que lo intenta. Tira el envase vacío que alguna vez tuvo aerosol. Mira hacia la pared y vomita sobre el piso.

Se viste, se pone el traje. Se peina. Tira la radio por la ventana, mientras amanece. Germina su cara de indemne, de ciudadano correcto. Y, mientras se pone la corbata, habla por su celular, pide que el auto presidencial lo vaya a buscar.

Sale a la calle. Ya se olvidó de las noticias.


Pablo Zama

lunes, 1 de septiembre de 2008

Coberturas nocturnas:



Una madrugada en Urgencias del hospital puntano



La madrugada cae encima del servicio de urgencias del Complejo Sanitario de San Luis, pero todavía hay calma. El Diario de La República llega a las 4 para ser testigo de lo que va a pasar en los primeros instantes del domingo. Para saber lo que se vive cada fin de semana en ese espacio dedicado a la atención de casos urgentes.

En los minutos previos al cierre de los boliches, la tranquilidad es el signo mayor que se percibe en la entrada al hospital. Una de las secretarias recibe a este medio sorprendida. En algunos minutos más empezarán las charlas y las vivencias adentro de un pasillo que parece, a simple vista, prepararse para recibir a los primeros accidentados de la mañana.

Casi sin dejar un margen de tiempo para acomodar el anotador, un móvil policial rompe el silencio. La sirena y las balizas despiertan la madrugada fresca, que empieza, de a poco, a declinar su vida. Un Renault 12 negro frena al lado del patrullero. Del auto bajan algunas personas corriendo. Hay caras de preocupación. Una mujer está desvanecida, dos familiares la llevan alzada hacia el pasillo interno de urgencia. “Ahora empiezan a llegar”, sentencia una encargada de seguridad. “No, le juro que en mi casa no hay pastillas ni nada de eso, no sé porqué se descompensó”, le dice un hombre a uno de los policías.

Está prohibido ingresar más allá del hall interno de urgencia, entonces el periodista queda apostado algunos metros antes del lugar de acción. Hay gestos desesperados. Piden por un médico. La chica es trasladada hacia una de las habitaciones. En pocos minutos, la calma parece apoderarse otra vez del lugar.

Una enfermera aclara que los accidentados más graves pasan directamente a shock room, “es una terapia intermedia”, dice. Ahí, en ese lugar impenetrable para las personas ajenas al servicio, se viven momentos de dolor muy intensos. En ese lugar, pegado a urgencia, pasada la 1:30, un hombre llegó muy grave por un accidente en su moto. “Perdió la falange de uno de los dedos del pie”, comenta, impasible, una enfermera.

Cada minuto, en la espera de lo imprevisto, no equivale precisamente a un minuto, el tiempo subjetivo lacera, y las conversaciones entre las personas de seguridad tienen visos de humor negro.

Siguen los ingresos a urgencia. No es una madrugada de domingo común, quienes conviven ahí cada día advierten que tienen una noche tranquila.

Llegan más urgencias

Un hombre, de más de 50 años, es llevado por su esposa y por su hijo hasta el hospital. Está descompensado y los primeros signos son de un exceso en la ingesta de alcohol. Los familiares lo acuestan en una camilla, adentro de una de las habitaciones. Esperan. Llaman a los médicos, que no aparecen. Ahí nomás, a la 5:05, un remise frena estruendosamente. Una mujer se baja y pide una silla de ruedas y dice: “Ayúdenme, una chica viene convulsionando”.

En aparente estado de inconsciencia, una adolescente es trasladada por dos jóvenes hacia una habitación. “Un médico, por favor”, implora su amiga. Pasan más de cinco minutos y, después de varios gritos, aparece un médico residente.

El ruido cesa de un momento a otro. El ritmo de la madrugada tiene picos muy elevados y muy bajos, que se intercalan y suceden a medida que el tiempo avanza.

La adolescente sigue con convulsiones. Una chica toma su celular y dice: “Escuchame Dani, ¿cuál es apellido de Andrea?”. Alguien, en el hall de ingreso, comenta que la paciente es menor de edad. Otra voz sentencia que la chica estuvo en una fiesta, bebió alcohol y empezó a tener convulsiones.

La esposa del hombre internado camina por los pasillos. Llega a los sanitarios. Levanta la mirada y dice: “Medio raro el baño este, es para mujeres y hombres” (los íconos indican que el sanitario es mixto).
El policía que está de guardia ceba mates y de su radio portátil se escucha cumbia. Pero el handy da a conocer, con frases cortas, en el silencio del servicio de urgencias, las intervenciones policiales del domingo. “Ahora, por el control de alcoholemia, vienen menos chicos a urgencias”, asegura el uniformado.

Afuera hay una leve brisa fresca. Por la vereda de calle Héroes de Malvinas empiezan a pasar los adolescentes que salen de los boliches.

“Estuvimos tomando hoy en la casa y de repente parece que mi marido se empezó a quedar sin aire, es la tercera vez que le pasa”, admite, en voz baja, la mujer que llevó a su esposo al hospital.

Cambia la guardia

“6:04, ingreso”; de puño y letra, una persona de seguridad estampa en una planilla. La guardia completa cambia. Los pibes salen de los boliches y los accidentes o peleas generadas por el consumo de alcohol llegan a su hora pico. “Ya van a empezar a caer, aprovechá para tomar unos mates ahora”, le dice una enfermera a otra.

A las 6:45 sale la primera ambulancia a buscar un herido a la salida de un boliche. A las 7:07 vuelve el vehículo al hospital y el ruido de la sirena recibe a la mañana del domingo. “Mirá, va directamente a shock room”, señala una mujer. Sacan rápido la camilla del vehículo y la trasladan hacia terapia. Es un adolescente que llega con un corte en el cuero cabelludo. Hay gritos. El muchacho no quiere que lo atiendan. Los remises con los amigos del joven frenan en el ingreso al hospital. “¿Adónde está el pibe que le metieron el botellazo?”, preguntan.

Le dan de alta a la menor que llegó al hospital con convulsiones, sus amigos la retiran y, en tono jocoso, alguien tira: “Ya nos vamos, se ha tomado todo esta chica”.
Pasadas las 7:30 finaliza la labor periodística. No fue una madrugada muy complicada, según algunas personas del hospital. Pero, más allá de eso, una enfermera reflexiona sobre los accidentes ocasionados por el alcohol en los jóvenes y dice: “Está cada día peor”. Este medio se retira. Y el día recién empieza para el personal del hospital.


Pablo Zama