miércoles, 22 de diciembre de 2010

Nota de archivo: fin de año en prisión.




Año nuevo, rejas adentro



El 31 de diciembre de 2009 al mediodía los internos del Servicio Penitenciario de San Luis festejaron con sus familias. Hablaron de sus sueños. Un relato desde adentro de la cárcel.       


“Los primeros días de cárcel fueron los más largos de mi vida. Es muy duro estar acá”.
Francisco.

( Foto: Pablo Retta)

“Estoy todo el tiempo pensando. Pienso en que en dos meses voy a tener las salidas transitorias y el año que viene quiero cumplir el sueño de casarme con mi novia, estar más tiempo con mis hijos y conseguir casa propia”. Los ojos, humedecidos, llevan el karma de los malos recuerdos: la detención, el error, la vida que pasa a mínima velocidad en la celda, la vida que duele tras las rejas, el rótulo invisible en la frente de los penados. Preso como número incierto, celda sin nombres para recordar. “Estar preso es como estar muerto en vida”, lacera Francisco, 24 años, la mirada triste, la vista sobre una mesa en la que sólo quedan las migajas de un almuerzo con su gente (la que lleva su misma sangre), un letrero no muy chico (pintado por otros internos con rojo, sobre la pared) que reza: “Hoy es un gran día para la familia” y en cada una de las mesas (hay diez en ese sector): “Un mundo distinto, en cada uno de esos lugares hay otro planeta, cada familia es así”, asegura el joven villamercedino mientras en una esquina del salón pintado de blanco y rojo, hermético, frío, varias personas ríen con una risa sorda de anestesia que esquiva y duerme los malos instantes, casi una mueca que intenta burlar el pasado. Es horario de visitas: año nuevo, rejas adentro.

En el interior del Servicio Penitenciario Provincial hay un mundo desconocido por el afuera, adentro es casi como Bar del Infierno: el afuera no existe. Los fuegos artificiales, el estruendo convencional de cada año reside en la calle y los cimbronazos de euforia se escuchan también adentro de la cárcel, en donde un grupo de hombres levantan las copas, solitarios, y brindan con el anhelo de recuperar la libertad.

Antes, al mediodía, la escena es más distendida. En la unidad Nº 1, de los penados, el clima es de fiesta el 31 de diciembre. Los familiares de los internos llegan con comida. Hay niños pateando una pelota adentro de los pabellones, adonde sus padres residen desde hace algunos años, en algunos casos. Esa misma pelota de cuero, que para los hombres significa compartir, calma la espera tras las rejas y en cada recreo (que se da tres o cuatro veces por semana) la bocha rueda en cada picado, mientras los que no son tan futboleros aprovechan para hablar por teléfono con sus familias. Es el cambio de calendario en la cárcel, un tachón más a otro día y el brindis por un año menos. La espera sigue.

Unidad 1: penados mayores

Casi un mínimo laberinto desemboca en el sector de quienes ya tienen condena en curso. Afuera, una mujer escribe en un cuaderno, mientras espera poder ingresar a ver a su esposo. En el sector de requisas los más chicos dejan algunas pertenencias para poder ver al papá. Al cruzar con custodia las rejas rojas, en los pabellones hay grupos de familias por todos lados. Un joven de no más de 25 años pasa con una camiseta del Banfield del puntano Bustos, pero no quiere hablar con el periodismo. Al fondo del salón, desde un radiograbador salen las letras de La Banda XXI. Pegado a la música, Alán (22), un tajo debajo de la mejilla izquierda, pelo corto y tatuajes en los brazos, cuenta: “Hace cinco Navidades que estoy así”. “Así” es encerrado y recibiendo a la familia para el almuerzo del 31. Mientras eso pasa en un sector, muy cerca de ahí los panaderos del servicio (también son internos) terminan su labor y los carros llenos de pan pasan hacia la cocina. “Hoy, por ser año nuevo, le entregamos un pan dulce a cada preso”, cuenta un guardiacárcel.

Alan, hincha de Boca, amante de la cumbia, el reggaeton y el rock, dice que es “un demonio”, aunque aclara que apenas empiece “la pastoral de la cárcel” va a inscribirse “para hacer salidas transitorias. Eso es lo que deseo para el año que llega”. La libertad es el fin supremo tras las rejas. Alan comparte el día con su padre, su esposa y su hijo, entre hamburguesas, gaseosas y charlas sobre fútbol.

En otro extremo de la sala de visitas hay otra historia, con sueños y nostalgias por lo que quedó afuera. A Guillermo (25) se le dibuja una sonrisa enorme en el rostro y la ansiedad se traslada a sus movimientos nerviosos cuando cuenta que su hija está por llegar: “El día de visita es para mí el más alegre”. Guillermo cuenta que en todos los pabellones hay una pelota de fútbol y que cada vez que hay partido por la televisión se juntan para verlo. En la cárcel esperan por el Mundial. La redonda une a los muchachos, los hermana dentro de su recuperación para la reinserción a la sociedad. El símbolo del tiempo que tienen que compartir hasta recuperar la libertad.

En ese pabellón las imágenes siguen pasando como un vendaval que recorre pasados que dejaron una huella diferente a otras familias. Las nostalgias se cuelan en el aire cuando Alan abraza a su hijo o cuando el nene de Francisco juega al fútbol con su tío más chico, mientras la pelota rebota en las rejas que encierran el lugar.

La espera, la ansiedad

“Que vengan mis niños a verme todas las semanas me da muchas fuerzas para salir adelante y querer cambiar”, dice Francisco mientras su abuela lo abraza y juntos se emocionan. Y sigue: “Esto es como juntar las partes del rompecabezas y volver a armarlo. Quiero salir para hacer eso”. Los ojos se colman de lágrimas que prefieren no salir. “Uno acá se ríe, pero sufre. A veces un nene se enferma y no podés hacer nada. Uno se siente muerto en vida en esos momentos”. Mientras escucha Cadena 3, por las noches Francisco sólo piensa que está “cerca de salir”. Su mujer dice que el tema cuartetero que hay de fondo es “Estás enamorada”. Esperan casarse este año. La abuela de Francisco apunta: “Quiero que mi nieto salga y que volvamos a ser felices como antes”. A las 18, las puertas de la cárcel se cierran. “En la noche brindamos como si estuviéramos en la calle”, cuenta Alan. Los fuegos artificiales ya retumban en la ciudad de San Luis. En la cárcel hay un brindis, rejas adentro.




Pablo Zama.

martes, 14 de diciembre de 2010

El Indio Solari en Tandil:






Viaje al infierno embriagador


A ellos, que en las noches eternas siempre tienen aire para convidar.




(“Esta vez, por fin la prisión te va a gustar")            


“¡Somos una religión culiado!”. Desde el fondo del bondi -que algunos dicen que sale hacia Finisterre y que tal vez sea el último- un fanático, vino tinto en cartón en la mano derecha, remera negra ineludible para la ocasión, sintetiza el sentimiento de cada uno de los casi cien mil fanáticos que viajan desde distintos puntos del país hacia Tandil para la “misa india”. En un juego de los números en el reloj, a las 23:23 el bondi, que no va a Finisterre sino hacia el sur de Buenos Aires, pone primera, y espera no ser el último: sale de la ex estación de trenes de San Luis. Hay un brisa fresca que no llega a dictar el cese de las mangas cortas –vísperas del sábado 13 de noviembre de 2010, el único recital del año del Indio Solari-. Es el viaje al “pogo más grande del universo”, así lo dirá el Indio la próxima noche cuando los pies sudorosos, con olores de distintas regiones en las suelas, salten levantando polvareda y haciendo vibrar los vidrios de toda una ciudad, al compás de Jijiji, como en un trance.       

El colectivo parece Pabellón séptimo. El laberinto es oscuro, no nos vemos las caras, ni las manos, no nos conocemos. Pero algo se quema y algo explota también. Es el rugido de la ansiedad, que se consume en el alcohol del tiempo de espera: cervezas y vino para empezar a entonar los cánticos ricoteros. Este pabellón es distinto: vamos encerrados, sin salida, La casa de Asterión en una pasión difícil de explicar. Somos ricoteros, de las letras inteligentes del pelado de anteojos oscuros y voz singular. Una masa separada espacialmente, pero siempre unida por algo esencial; y sí: “¡Somos una religión culiado!”.

En ruta

“Soy redondo hasta que me mueraaaaa...”. El colectivo atraviesa las calles con una larga previa del recital adentro: ya cantamos para aliviar el viaje de mil kilómetros. Faltan quince horas todavía. En Sarmiento y Ciudad del Rosario dos malabaristas callejeros canjean su arte subterráneo por monedas. En el bondi empiezan a esparcirse las palabras de El pibe de los astilleros, y una verdad que se reproduce entre alguna casta especial de ellas: “Las minitas aman los payasos… y la pasta de campeón…”.           

Hay humo verde en este espacio clausurado para la prohibición a los excesos. El bondi llega a Villa Mercedes. Hay rock en las gargantas –nostalgia de vencedores vencidos-: “Ensayo general para la farsa actuaaall… teatro antidisturbioooss…”. Bardo con la policía: en una estación de servicios no quieren vender alcohol. Alguien se lleva, escondida, una Quilmes. Caen los azules con las balizas de los patrulleros encendidas y el clima se pone espeso. “¿Y el flaco de remera amarilla…. está?” – “Sí, allá está. No se llevaron a nadie”. El pabellón ricotero sigue su camino. A pocos metros, un grupo de pibes de pelo desaliñado y minitas con los pantalones de distintos colores y de jean, remeras llamativas –de Los Redondos-, suben al bondi en Mercedes -algunos, por lo bajo, les silban mientras les miran el culo-. “¿Cómo es tu nombre?”; “Noelia”. En el colectivo ya hay conservadoras con más alcohol y el grito por momentos crece: “Mamá, mamá yo quiero… que salga el Indio, que salga el Indio… y todo el año es carnavaaall…”. Sanluiseños y villamercedinos pasan, en la misma madrugada, de rivales a amigos (antes hubo cánticos en contra de los segundos): pertenecen a la misma tribu ricotera gigante que recorre las rutas argentinas.
A las tres menos cuarto, el control policial hace que los cánticos, por pedido de uno de los coordinadores del viaje, cese. Guardamos el alcohol. Pero los azules no suben al bondi. “Policía, policía… la conchadetumadre...”, cantan dos por lo bajo. 

Dormimos. La madrugada le pasa factura al día laboral que precedió al inicio de la aventura. Tal vez viajemos en sueños a los escenarios de las letras del Indio y podamos comprender, por ejemplo, por qué “el Cebolla no pudo más y se degolló por miedo” escapando del pabellón, entre las llamaradas de los colchones encendidos en la fuga.  

Tandil

Despertamos y ya estamos en Baires. El sol parece estar a punto de hacer explotar los vidrios del bondi, y la cabeza de los que sufren algo de resaca. Todavía hay restos de humo verde en el aire. A las once menos diez el colectivo frena en una estación de servicios. Alguien –maliciosamente- especula: “Dicen que murió Cerati, ¿será verdad? Seguro que el Indio esta noche va a decir algo si pasó eso”. Tres horas más tarde, el destino: hipódromo de Tandil. 

Entre humo de asados a la vera del camino, tipos barbudos y desprolijos, con cervezas, vinos y fernet; minas con remeras negras semidesteñidas y pantalones apretados a la provocación; banderas con frases ricoteras, estaciones de servicios saturadas de gente y calles laterales a la ruta principal en un paisaje de hormiguero gigante y repentino; entre ese escenario superlógico empieza a cimentarse la noche de pasión rockera que está a escasas horas de suceder como un vendaval de sólo dos horas que dejará sus “secuelas” para siempre.   

Todavía falta bastante para el show. Una estación Shell –cerrada, tal vez por la cercanía del temblor ricotero en la ciudad- es usurpada por los fanáticos. Los trapos chocan con el aire, mientras los brazos agitan la siesta con movimientos acordes a los cánticos futboleros que esta vez van dirigidos hacia el Indio y la nostalgia por Los Redonditos de Ricota: es el feedback por lo que las letras de Solari le brindaron a las canchas argentinas. La zona de los tanques de nafta de la Shell está llena: “Soy redondo, soy redondo... redondo yo soy…”. El grupo entra en trance, no para de cantar y de saltar. Algunos sacan los matafuegos y empiezan a disparar en distintas direcciones. En las calles aledañas, las remeras del Indio se agotan. Hay humo de choris por todos lados. Y desde los parlantes de una camioneta: “Banderas… en tu corazóoonn… yo quiero verlas, ondeando luzca el sol o no…. Banderas rojas, banderas negras, de lienzo blanco… en tu corazóoonn…”. La fiesta ya copó Tandil, una ciudad tranquila de la abrumadora Buenos Aires.

Previa

En la tarde, ya hay pogo en la ciudad. Vencedores vencidos es uno de los temas que hace mover la tierra de las calles sin pavimentar de las cercanías al hipódromo: “Leyendo diarios en un baño turco… empañando Ray Bans… mascando un hueso...”. Ahí nomás se acopla Yo Caníbal. La música sale de un puesto de venta de choris. Los fanáticos intercambian las cervezas. El clima ya está listo. Los rezagados hacen cola para sacar las últimas entradas para un recital que será escuchado hasta un pueblo que está a treinta kilómetros.    

Empieza el desfile por las calles de tierra hasta llegar a las puertas del hipódromo. Es un pasadizo a las nubes. No hay policías, como en todos los recitales del Indio. Pero los encargados de la seguridad no dejan pasar las cervezas, pese a que antes de cada control hay puestos de venta y adentro del hipódromo parece haber bebida suficiente como para sofocar la sed de todos los viajeros del pogo. “Esta es Ugalde”, dice un viejo canoso de unos setenta años, quién sabe si bien vividos o gastados por el paso del calendario, que no conoce a Solari. “Mi casa es la de enfrente”. Su casa quedó atrapada en el camino vallado que lleva hacia el césped del pogo. Pero el viejo no está enojado. Conversa con un matrimonio que toma mates en la puerta de su vivienda mirando pasar a ese malón extraño que va hacia una jaula aún más extraña, para saltar. “Acá se siente bastante cuando saltan en el recital”. Todos son nacidos en el interior del país. En Tandil ya vieron ese movimiento antes, cuando el excéntrico personaje de lentes negros y pelada brillosa tocó en el mismo lugar. La misa india está cada vez más cerca. Las casas humildes de las cercanías al hipódromo contrastan enormemente con la opulencia de los campos y las viviendas de los dueños de fincas. Tandil es agro-ganadero. Las máquinas para el trabajo en la tierra o con animales constituyen un paisaje común en la zona. 

La puertas del cielo se abren a nuestro paso. El campo es verde y expectante. El escenario: casi irreal. Es Tandil a tres horas del gran sismo. El rebaño sufre de abstinencia. Todos, perfectamente ubicados para el desorden repentino en letras que volarán besando el viento alegre, especial, de la reminiscencia ricotera, esperamos el instante de la gran explosión. Nadie calla lo que sabe sobre el Indio. Los gritos subterráneos de júbilo viajan en la planicie de las pampas y se amarran al escenario que anhela una sola presencia.

La pibas conversan en la fila del baño químico atestado de gente –mientras algunos pibes no aguantan la espera: “Mirá, los chabones están meando la pared”-: “¿De dónde venís?” – “Soy de Avellaneda” – “Sho soy de acá nomás, de Lanús” – “Ah, claro. Esta es la segunda vez que lo vengo a ver al Indio, es gente muy copada esta, nunca hay bardo. A mí me gusta Soda Stereo también, pero no excluyo a otras bandas porque me gusten los temas de Los Redondos” – “Sho fui a ver a Los Redondos en la panza de mi vieja, así que imaginate… lo mamé desde muy chica a esto”.

La marea se mueve. Empujan y no hay espacio para escapar. Cerca del escenario, las avalanchas esperan dar el grito. Y ya no queda casi nada para la explosión. El pelado extravagante se demora. Las avalanchas cobran más fuerza. Vamos y venimos según la marea humana. Suena un celular: “Hola abuelita, no sabés lo que es esto. Tendrías que haber venido, ‘abu’. No sabés lo que te perdés” (risas complices desde este lado de la línea). Más allá, la especulación: “El Indio es un maestro, tal vez está tranquilo leyendo a Kafka y todos los giles esperándolo acá”.          

La misa

21:53. El Indio sale a escena. El sismo es imposible de describir. Y la emoción invade a miles y miles de fanáticos sometidos al enjambre de la pasión rockera. Un cover para arrancarle la ropa interior a la noche: Jugo de tomate frío, de Manal. Pegado, Un tal Brigitte Bardot.

Falla el sonido. El Indio corta por unos –escasos- minutos y vuelve: pide disculpas –no se persigna-, agradece. Saltamos enloquecidos. “Caen las ramas desnudas que no tiemblan como vos...” y el pelado ya canta sus canciones. Violeta –remera blanca asfixiando la delantera del Barça- ya sube a los hombros de un pibe que no conoce y agita una pequeña bandera con inscripciones rockeras. Violeta parece estar sola en el recital, su remera no es de Greempeace. El pogo espera.

Martinis y Tafiroles mezclados en la noche suprema. Y ahí nomás: Noticias de ayer en los periódicos de hoy –lo de siempre- para darle rienda suelta a la misa. Ya hay focos de incendios que se abren como pulmones para que los cuerpos choquen sin parar en medio de la polvareda del ritual. “¡No lo puedo creeerrr!!”, Viole se mueve encima de los hombros del desconocido. Todos se mueven como Viole; los que pisan tierra firme saltan y cantan. “Voy a exagerar, mi fiebre no es tan alta”, Divina TV Führer precede al estallido del hipódromo con Rock para el Negro Atila.

Fuegos de oktubre intenta calmar la ansiedad. Las bengalas encienden aún más la fiesta-ritual. Los fieles ya comulgan satisfechos. “El tesoro que no ves” serena las almas. Pero vuelve el pogo, y la adrenalina asoma una vez más por el piso verde del hipódromo de Tandil: “…Pueden acaso beber el vino por ustedes envasado (…) este infierno está embriagador...”. Ahí nomás, relato de Horacio, en la pluma y la garganta de Solari: “Pruebo trepar hasta un ventanal, buscando el aire y me balean fiero…” Sonidos del laberinto de un infierno humano, voces que se apagan en la noche que abruma con los miedos, letra que eriza la piel de los casi cien mil fanáticos, que a su término aplauden extasiados.   

Hay rondas, gritos de euforia al cielo tapado por el humo multicolor: desde el pie del escenario hasta más allá de doscientos metros. Noche atiborrada de caos y paz. Y llega un himno. Juguetes perdidos hace que las banderas flameen como si el viento fuera demoledor en el sur bonaerense. “Banderas rojas, banderas negras”. Cuando la noche es más oscura: “Esperando allí nomás, en el camino, la bella señora está… desencarnada”. Viole camina buscando otros hombros para subirse y chocar su figura con el aire masificado en el rock, para sentirse libre otra vez. Siempre hay brazos disponibles, la piba canta sin parar. Las bengalas tapan la visión.

El show lleva casi dos horas, serán veintinueve temas. Empieza a llegar el final de ese círculo vicioso que vuelve sin parar. Yo caníbal salta a escena antes que Vamos las bandas y sus preguntas demoledoras (“¿Y cuánto valen satélites espías y voluntades que creés haber sitiado?”). Los colectivos emprenderán sus caminos de regreso (en las calles de tierra cientos de ómnibus están esperando en fila para salir con distintos destinos), pero ya nada va a ser igual para sus pasajeros. La salida del hipódromo será entre exclamaciones y silencios, entre satisfacciones y la euforia que tarda en irse. Habrá distintas tonadas confluyendo en un sentimiento especial. “¡Qué groso es este chabón! ¡Qué recital!! Fue el mejor éste, impresionante”. Las zonas aledañas al pogo, después del gran remezón volverán a tomar poco a poco el color de pueblo tranquilo. Otra vez el bondi que no fue a Finisterre va a cruzar esos mil kilómetros para volver a San Luis con la cabeza todavía sobrevolando esa experiencia, de una tribu inconmensurable que se reúne para la misa india, ritual pagano rockero que goza con la razón y la creatividad de su Pai supremo. Todo eso acontecerá después del terremoto máximo.

Jijiji

Es de día en la noche del infierno porque después de Flight 956 llegará lo más esperado. Y el Indio, casi parado en el cielo, detiene la viola, mira extravagante a los cien mil tipos y tipas, se sorprende por enésima vez y dice: “Vamos a hacer el pogo más grande del Universo” -en segundos los pies de los fieles se moverán sin parar, la polvareda será impresionante, los focos de incendio se colmarán de cuerpos que chocarán una y otra vez; cuerpos suspendidos en el viento, olvidados de la realidad, con el tiempo detenido en otra galaxia, para volver a sentir ese fuego sagrado-. Y desde el escenario la viola arranca su estridencia exquisita, y el Indio ya no se detiene: es Jijiji. Entonces Tandil, definitivamente, explota:










Pablo Zama.

domingo, 7 de noviembre de 2010

El pintor de Quines:




Baroja: realismo paisajístico






“Jijiji” de Los Redondos (cantado por Baglietto) sale intentando romper con el atolladero de la rutina desde un parlante en el interior de una casa, a pocos pasos de la esquina de 25 de Mayo y San José, en la siesta de Quines. El Indio Solari mira detrás de sus típicos anteojos negros, camisa azul oscura, colgado en la pared, cuadro de la nostalgia rockera (en un presente que intenta emular todavía ese glorioso pasado). Hay también un rincón para Charly: viola roja con la banda que le cruza el pecho, camisa negra, mirada distraída. La música sigue impregnando ese espacio para la descongestión de las estructuras. Es un taller de pintura. En ese escenario hay un hombre creando: es Baroja (Robero Ariel Agüero), pintor realista, conocido por sus dotes de pintor paisajístico: una imagen del “Muro en otoño”, el río de su Quines adoptivo (nació en San Juan y a los seis años llegó al norte puntano) forma parte de las obras que están en la Casa de San Luis en Buenos Aires (representó a la provincia en los festejos por el Bicentenario).

"Soy autodidacta", dice Baroja a los 41 años, después de haber decidido jugársela por un estilo de vida. Tras recibirse de profesor de biología en Quines, la situación económica lo hizo emigrar hacia al sur. "En el '93, cuando empecé a dar clases, dije 'me tengo que dedicar a la pintura'. Pero no tuve suerte y me fui a Río Negro, a un pueblito que se llama Ministro Ramos Mexia. Me fui a hacer terapia" (risas), cuenta entre bastidores, pintura lista para crear y cuadros de retratos y paisajes. Seis años más tarde, Baroja y su señora decidieron volver a Quines ("la tierra tira, este es mi lugar", dice) con el firme propósito de dedicarse a su pasión. "Cuando pinto siento lo que debe sentir el que compone una canción, es difícil explicarlo. Es un momento de vértigo y emoción, y cuando uno termina la obra llega a la satisfacción o hasta el desencanto". La pintura para Baroja "es la búsqueda". Ese lugar interior, oscuro, y difícil de  revelar y de entender en el que Sábato, por ejemplo, ancló como el motor de su obra. La búsqueda del ser en la expresión. Pero Baroja hace un alto (de fondo ya se escucha la letra desafiante y rebelde de "Señor Cobranza", de la Bersuit): "Tampoco vamos a ser hipócritas. Uno hace lo que hace porque le gusta y porque la gente a veces lo reconoce. Pero también uno trabaja buscando una mejora económica".

En la escuela secundaria, Nacional Juan Pascual Pringles de Quines, Baroja ya se perfilaba por el lado del arte: retrataba personas en caricaturas que ya no guarda. Más tarde, su novia (ahora su esposa) le enseñó a pintar. Pintó remeras para vender. Cuando se fue a vivir a Río Negro siguió con la mirada puesta en la pintura: hacía 200 kilómetros hacia General Roca para asistir a un taller. Ahí se encontró con técnicas como el óleo y el acrílico. Después dejó el trabajo estable para dedicarse a su vocación. Y consiguió distinciones tales como becas de arte "Siglo XXI" en San Luis. Su trabajo fue reconocido por el congreso provincial.

"Me sale decir que cuando una obra me gusta siento lo mismo que sentí cuando pinté mi primer remera". Cae la tarde. Pero las letras rockeras no cesan en el taller de Baroja, que sigue pintando. 




Pablo Zama.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Los Gardelitos en Panacea (San Luis):










 
La noche de los pibes de la esquina













Fotos: Marina Balbo.


Al malabarista le robaron la mochila al final del show. La tensión se apodera de la salida. Gritos e invitaciones a pelear, broncas, furia. Los chicos hablan, terminan por arreglar. Es el final de un recital de letras de la calle. El artista urbano se va más tranquilo. “Los chicos de la equina” disfrutaron de un show especial. Muchos tal vez se sienten hombres de Neanderthal
, viajeros de su propio espacio, astronautas subterráneos en el mundo de la música.








Pogo    
Rock barrial en la cueva. Los pibes saltan y cantan letras comunes que hablan de gente como ellos. Los Gardelitos salen al escenario en una cita que había quedado postergada con San Luis. Los fans, casi todos jóvenes de entre 18 y 25 años les hicieron el “aguante”. Los chicos están en Panacea, algunos quedaron afuera, sin entrada. “No escuches a la banda de moda”. Los pibes lo saben bien. Siguen a los Gardeles desde sus inicios, jamás pensaron en la banda como marca registrada de algún sector rockero. Los Gardeles son del barrio, de los “chicos de la esquina”, de reivindicación a “los querandíes”, de las palabras simples, de la música sencilla. El barrio está en Panacea, tocando acordes que reflejan noches y días callejeros con historias que no tienen retórica épica. Sólo están los cuatro forasteros del mundo grandilocuente (Eli Suárez, Paulo Bellagamba, Diego Rodríguez y Fede Caravatti), porque jamás cantarán pensando en epopeyas de gente superior, sólo el rugir de guitarras de una música que roza el lamento de una sociedad de clase media baja, nostalgias de tiempos que sellan el paso de la vida de los anónimos. Entonces llega el pogo cuando en el escenario explota “Oxígeno”. Los Pibes entran en un hipnotismo especial con el escenario. Arman la ronda para empezar a chocarse al ritmo de Gardeles. “Corazones bailando al viento”. Corean cada una de las letras. Chocan. Remeras con el nombre de la banda, banderas especialmente diseñadas para los recitales de los pibes que se quejan de los “ricachones dueños del poder”. En “Anabel” hay pibas que reflejan sus historias, palabras que marcan problemas familiares, la soledad pese a la cercanía de su gente, la risa y la evasión en lugar del llanto. Ese tema es casi un alto para los fanáticos que cantan mirando el techo de Panacea, aplauden y se preparan para la próxima ronda de pogo. Cerca del escenario, un mochilero salta olvidando el peso de lo que lleva en su espalda. Barba desprolija, busca el dentífrico que cayó al piso, entre piernas inquietas que se mueven sin parar. Lo ayudan. Sigue saltando. Algunos de los malabaristas de las calles puntanas que no podían entrar al bar, logran llegar finalmente cerca del escenario cuando las letras gardelianas están casi por esfumarse de la noche fresca de San Luis y… también saltan, “poguean” y cantan con furia callejera, de dolores sociales que a veces son sublimados a través de una canción que se perderá en el abismo de la memoria, y pasará a ser sólo una huella más en la nostalgia. No “hay sueños de metal” para los pibes que disfrutan y se identifican con las letras. No son “robots de las playas de Uranio”, tampoco quieren “más poder”, ni tienen ambiciones desmedidas por el dinero. En la noche ellos sólo quieren hacer pogo, reflejarse en los cuentos realistas de la banda, gardelear hasta que salga el sol y la rutina choque sus frentes.

“¡Se encontraron con un loco de verdad ahora! Vengan… quiero ver quién es el más pulenta. Hay que robar de frente, eso es ser una rata. ¡Devuélvanme la mochila!”. El malabarista finalmente se calma y se retira a vivir su vida de arte y supervivencia. Los chicos sólo esperan el momento de volver a tomar una cerveza en una esquina anónima. “Anabel fuma marihuana” y se evade mirando la TV. Alguien algún día la rescatará. Los pibes de la esquina fueron libres por algo más de dos horas, sólo gardeleando sin parar. 



   








 Pablo Zama.        

jueves, 5 de agosto de 2010

Evo Morales:




 “Sudamérica es una esperanza para el mundo”





El presidente boliviano cautivó con su carisma a unas tres mil personas, al recibir el doctorado Honoris Causa de dos universidades en San Juan, en la 39° Cumbre del Mercosur.

“Cuando escucho “olé, olé, olé” siento que es Boca o River el que está por jugar”. Ni bien se paró enfrente del micrófono que lo esperaba ansioso, como todo el auditorio que coreaba su nombre, Juan Evo Morales Ayma, el primer presidente nativo de los pueblos originarios de Bolivia, rompió el hielo, se sacó los nervios (cuchicheando, unos minutos antes le había confesado a Alicia Kirchner que estaba tan nervioso como cuando a los 21 años no se animaba a sacar a una chica a bailar y “tenía que tomar cerveza para hacerlo”). El escenario es el Auditorio Juan Victoria, en la provincia de San Juan, en el inicio de la 39° Cumbre del Mercosur. Evo está nervioso, pero empieza a recorrer, sin texto escrito, una clase magistral que durará más de 45 minutos. Evo recibe el Honoris Causa de la Universidad Nacional de Cuyo, de Mendoza, y de la Universidad Nacional de San Juan. “Sudamérica es una esperanza, no sólo para Latinoamérica, sino para el mundo entero”, lanza el primer mandatario. Después argumenta: “La integración de Sudamérica y Latinoamérica es nuestra obligación”.

Conflictos

Evo Morales se acordó de las primeras veces en las que los países de Sudamérica se reunieron. “A mi entender, (Néstor) Kirchner es el primer mandatario de Sudamérica”, tira el presidente boliviano. Después hace, elípticamente, alusión a algunos problemas que a veces surgen entre los países americanos (justo en medio de un clima tenso entre Venezuela y Colombia): “Aparecen problemas del orden bilateral”. Y hace hincapié en que no hay que permitir que ningún extranjero ingrese en “territorio nacional”. “Estados Unidos, mediante la embajada, impone condiciones, chantaje. Sólo no hay golpe en Estados Unidos porque ahí no hay embajador de Estados Unidos”. Risa cómplice de todo el auditorio. Pero Evo no le baja el tono sarcástico a su conferencia: “Estados Unidos me trata de Bin Laden andino”.

Aceptación popular

El presidente de Bolivia continúa, ante un público que lo sigue mudo. Su gobierno como medalla de honor ineludible sale una vez más, y muestra sus pergaminos: el superávit fiscal conseguido en los últimos tiempos; “es la primera vez que no hay impuestazo, ni gasolinazo, pero sí superávit fiscal”. “A veces escucho al Fondo Monetario Internacional hablar bien de mis decisiones políticas. Yo me asusto”. Otra vez, las risas, los aplausos. Se jacta: “El año pasado hemos sido ratificados con el 54 por ciento de los votos. Nunca hubo un gobierno que gane con más del 50 por ciento”. Evo, además, asegura: “Antes nos quedábamos sin harina, sin trigo y teníamos que depender de Estados Unidos. Ahora tenemos el cien por ciento de producción de trigo”.


En el Día del Aborigen, el presidente de Bolivia mantuvo cautivo de su carisma y sus afirmaciones militantes de Latinoamérica a cerca de tres mil personas (dos mil en el auditorio, y unas mil en el foyer contiguo siguiendo la conferencia en pantalla). “Nunca en mi vida olvidaré esto”, cerró Evo Morales, después de dejar sellado que los políticos no son funcionarios sino “servidores públicos”. La gente aplaudió de pie. No se cansó de corear su nombre, como en un Boca-River.                   
    
Pablo Zama. 






(Texto publicado en El Diario de la República, de San Luis). 

martes, 3 de agosto de 2010

La Cumbre del Mercosur, desde afuera:



Una ciudad revolucionada 



El arribo de los presidentes en autos importados. La espera en el frío de los fanáticos de Evo Morales. Comerciantes sanjuaninos sorprendidos por los clientes de toda Sudamérica. Una carta para Cristina.


Frío. Antes de las diez de la mañana hacen dos grados en San Juan y cae una leve agua nieve sobre la ciudad, la sensación térmica rebasa el grado bajo cero. A las diez y ocho, la presidenta Cristina Fernández sale junto a Néstor Kirchner del hotel Del Bono Park (departamento Rivadavia) hacia el Centro Cívico (que está frente al Parque de Mayo) de aquella provincia. La 39° Cumbre del Mercosur está por empezar en Cuyo. En el aeropuerto Domingo Faustino Sarmiento, en el departamento 9 de Julio, esperan por la llegada de los dos presidentes que faltan: el paraguayo Fernando Lugo y el chileno Sebastián Piñera.

Diez y diecisiete: la presidenta y su comitiva atraviesan el vallado ubicado dos cuadras hacia el oeste del epicentro de la Cumbre, sobre avenida Ignacio de la Roza. Los autos pasan tan rápido que tres mujeres que esperan a CFK para saludarla, no distinguen que la que pasó era la presidenta. La intensidad del frío (el leve viento sur atraviesa la piel) hace que sólo unos pocos se animen a hacer guardia al lado del vallado para ver pasar a los mandatarios. San Juan sigue con su rutina normal: el tránsito por calle Salta, en su cruce con Ignacio de la Roza, es intenso. Los chicos pasan hacia la escuela. Un grupo de periodistas venezolanos (que no verán llegar en el Mercedes Benz S-400 azul –previsto por Cancillería- al ausente con aviso Hugo Chávez) se encaminan hacia el ala sur del edificio.

Diez y veinte: Pepe Mujica, presidente de Uruguay, sale del Del Bono Park en un Mercedes Benz E-320 con algunas banderas de su país y en pocos minutos llega al Centro Cívico; también lo hace el brasileño Lula Da Silva (Mercedes negro). Evo Morales, el más buscado por la gente, es el único mandatario que está en otro hotel. Antes de las diez y media sale del Alkazar  –en pleno centro sanjuanino- y en menos de cinco minutos pasa el vallado -Mercedes azul, en el capó flamea una bandera de Bolivia-. Una comitiva de al menos diez autos lo acompañan. Los dos presidentes que faltaban llegan al aeropuerto y se trasladan hacia el Centro Cívico. La Cumbre empieza.

Afuera parece un día normal. Pero en los cafés, en las estaciones de servicios y en las casas, el televisor está fijo en Canal 8 –local- o en los canales nacionales que transmiten en directo la reunión de presidentes. Las calles aledañas al edificio principal de la Cumbre y a los hoteles están cortadas por la policía y por gendarmería.

Escenarios

Compañero Evo: al lado del vallado, Erminio, de 25 años, y David y Carola, de 22, junto a sus familiares y amigos, quieren saludar a Evo Morales. Todos son bolivianos, nacidos en Sucre y en Cochabamba. “Evo hace muchas cosas buenas por la gente de Bolivia, por la gente del campo y por los indígenas”, se enorgullece Erminio, que vive en San Juan desde hace un año y medio. “Le hicieron hasta una película en mi país, es muy querido allá”, agrega Carola. Todos, igual que Angel y Olga (dos cordobeses que viajaron en la noche desde La Calera exclusivamente para la Cumbre), quieren al menos un saludo del “compañero Evo”.

Unas líneas para Cristina: cerca del mediodía, Lucía, madre de ocho chicos, le pide a la policía que le lleven una carta a la presidenta. Pero nadie puede entregar la misiva. “Tengo la pensión de todos mis hijos, pero eso no alcanza. Tengo un chico que tuvo tres intentos de suicido, porque no consigue trabajo”, cuenta, emocionada, Lucía. Y finaliza: “Yo no pido que me regalen algo, yo pido trabajo para mis hijos más grandes. A mi marido le dio un derrame cerebral, no puede trabajar. Yo soy empleada doméstica. Quiero darle esta carta a la presidenta, pero no me dejan”.             

Servicios para otro acento: algunos metros más retirado del vallado, en la estación de servicios Santa Clara, la zona de comidas está casi llena. Algunos funcionarios de otros países toman café y escuchan a los presidentes. Los gendarmes entran y piden permiso para pasar al baño. “Vos les preguntás si quieren una factura con el café y no entienden a qué te referís”, dice Juan Manuel (vendedor) sobre los clientes foráneos. “Piden mucho café con leche, vienen a desayunar. También vienen muchos policías de la Federal o custodia de otros países”. Adrián, también empleado del lugar, cuenta que llegan a cargar nafta muchas combis o colectivos que están afectados a la Cumbre: “No te piden nafta, te piden ‘gasolina’”.     

Cenadores de lujo: en otra esquina, al lado del ingreso para las comitivas, en el restaurante “Tequila”, Sonia asegura que el lunes en la noche cenaron ahí dos choferes presidenciales y que también fueron a comer muchos periodistas de medios de Buenos Aires. Al movimiento que hay a pocos metros no lo vieron en los diecisiete años que tiene el negocio. El televisor está puesto en Canal 7. Los mozos miran por TV lo que acontece a dos cuadras. En esa distancia que separa el primer vallado del Centro Cívico hay otros comercios que tuvieron que cerrar durante dos días por la reunión de presidentes.      
Mientras en calle Laprida, a una cuadra del ingreso principal, dos gendarmes tratan de amortiguar el frío debajo del hall de una casa, en el sector opuesto (ciento cincuenta metros al este, calle Las Heras, frente a la Legislatura) en los móviles de los canales de la televisión nacional e internacional siguen ajustando detalles técnicos en plena transmisión (cerca de 150 periodistas trabajan en el interior del edificio).







La Cumbre empieza a llegar a su epílogo y los colectivos que arriban con la comunidad boliviana que vive en Cuyo (llegan desde San Luis y Mendoza) se ubican cerca del estadio cerrado Aldo Cantoni, frente al Parque de Mayo. A las cuatro habrá homenaje a Evo Morales. El reloj ya rebasa la una y media de la tarde: los autos importados vuelven a salir por avenida Ignacio de la Roza. Los presidentes retornan a los hoteles, con la excepción de Cristina Fernández y Lula da Silva, que cumplen con un encuentro bilateral entre Argentina y Brasil. El frío sigue, cae agua nieve.







Pablo Zama.


(Texto publicado en El Diario de la República, de San Luis - Fotos: gentileza de Diario Huarpe).

viernes, 9 de julio de 2010

La caída en cuartos, en San Luis:




Pasión cartonera: 
pena en el barrio





La familia Casatte. Desilusión por el 0-4 ante Alemania. La dura rutina de quienes nutren a las recicladoras.


“Nosotros somos cartoneros. Hoy, por el partido es imposible vender”. Alejandro Casatte todavía no pudo salir a trabajar. Las calles están vacías. Desde el televisor llegan los alaridos del relator. La Selección ya pierde 1-0 y le cobran offside a Higuaín. "¡Qué hijo de puta!".

En la esquina de Corrientes y Juan de Garay, en el barrio Rawson, los ojos marrones de Milton miran inquisitivos adentro de una casa hecha con chapa. Milton tiene cuatro años. Malena, ante la pregunta sobre su edad, dice que tiene "tes". Nicolás, de diez años, tiene perdida la mirada en el televisor. Su papá espera que la Selección le dé una alegría, un grito de euforia que pierda la rutina en un laberinto, aunque sea, momentáneo. 

En una mesa minúscula, Norma sirve té caliente en tres tazas y un biberón. En la mesa también hay mate. En la mañana sabatina, el calor sale de un brasero. Afuera, cuatro pibes juegan su propio mundial en la cancha de cemento que está en la plazoleta. El estadio Green Point es inalcanzable en el barrio. "Todos los días salimos a las seis". Alejandro mira una jugada de Messi. Sigue: "Por el kilo de cartón nos dan quince centavos". El partido rebasa los treinta minutos, Argentina ya es pura impotencia, igual que el sentimiento de Alejandro y Norma cuando recuerdan: "Antes, el kilo de cartón salía cuarenta".

Desde las chacaritas a las recicladoras hay un proceso que olvida y menosprecia económicamente la labor de un primer eslabón: los cartoneros. Alejandro mira las jugadas del diez de Argentina, tal vez, la evasión preferida. Según la revista Noticias, La Pulga que engancha ante un alemán y su remate es contenido por el arquero Neuer, factura más que las empresas que tienen mil empleados a cargo (el patrimonio neto de Lio estaría valuado en doscientos cincuenta millones de euros). La familia Casatte vive con quince pesos diarios, tras el trabajo de toda una jornada. "A veces trabajamos hasta la noche. Nos turnamos entre nosotros para cuidar a los chicos", dice Norma. "Este pendejo se la quiere llevar toda él", se lamenta el hombre que tilda de "morfón" a Messi, mientras los alemanes siguen haciendo prevalecer su táctica fría pero efectiva. 

En la casa a la que pertenece el terreno en el que está la construcción de Alejandro y su familia, su hermano Omar y Juan, un amigo, miran, angustiados, la caída de la celeste y blanca. Los dos son albañiles y pidieron permiso en el trabajo para poder ver el partido. El segundo gol alemán cae con la contundencia de lo irremisible. Alejandro se toma la cabeza. Norma y los chicos ya salieron de la casa. El hombre pide por Verón, Norma es fana de Palermo. Alejandro es de River, la mujer lleva los colores azul y amarillo en el corazón. 

En la familia, todos lamentan la derrota albiceleste. Las tazas con té quedan vacías. Argentina pierde la brújula. Alejandro no puede más. La cara desencajada, la mirada perdida en el abismo, ya no están en conexión con lo que sucede en el televisor. La mujer empieza a guardar las tazas y el mate: "¡¿Qué?!, ¿tres?". "Sí, Norma. Tres a cero ya". Al jefe de familia la desilusión ya le marcha por la venas: "Así ni me entusiasma seguir viendo el partido". Llegan las críticas hacia Diego y Messi. Después, el incontenible Klose termina de tajear el sueño argentino. La desazón es total. Final del juego. "Ahora hay que volver a trabajar", dice, apesadumbrada, Norma. 

En la calle, una taxista sale a su rutina, y se resigna: "Ya está, siempre hay algo peor que perder en el fútbol. Yo vi el partido en la casa de la familia del muchacho que mataron en La Toma. Hay cosas peores que quedar afuera del Mundial".






Pablo Zama

(Nota publicada en El Diario de la República - San Luis - Fotos: Litto Retta).