martes, 14 de diciembre de 2010

El Indio Solari en Tandil:






Viaje al infierno embriagador


A ellos, que en las noches eternas siempre tienen aire para convidar.




(“Esta vez, por fin la prisión te va a gustar")            


“¡Somos una religión culiado!”. Desde el fondo del bondi -que algunos dicen que sale hacia Finisterre y que tal vez sea el último- un fanático, vino tinto en cartón en la mano derecha, remera negra ineludible para la ocasión, sintetiza el sentimiento de cada uno de los casi cien mil fanáticos que viajan desde distintos puntos del país hacia Tandil para la “misa india”. En un juego de los números en el reloj, a las 23:23 el bondi, que no va a Finisterre sino hacia el sur de Buenos Aires, pone primera, y espera no ser el último: sale de la ex estación de trenes de San Luis. Hay un brisa fresca que no llega a dictar el cese de las mangas cortas –vísperas del sábado 13 de noviembre de 2010, el único recital del año del Indio Solari-. Es el viaje al “pogo más grande del universo”, así lo dirá el Indio la próxima noche cuando los pies sudorosos, con olores de distintas regiones en las suelas, salten levantando polvareda y haciendo vibrar los vidrios de toda una ciudad, al compás de Jijiji, como en un trance.       

El colectivo parece Pabellón séptimo. El laberinto es oscuro, no nos vemos las caras, ni las manos, no nos conocemos. Pero algo se quema y algo explota también. Es el rugido de la ansiedad, que se consume en el alcohol del tiempo de espera: cervezas y vino para empezar a entonar los cánticos ricoteros. Este pabellón es distinto: vamos encerrados, sin salida, La casa de Asterión en una pasión difícil de explicar. Somos ricoteros, de las letras inteligentes del pelado de anteojos oscuros y voz singular. Una masa separada espacialmente, pero siempre unida por algo esencial; y sí: “¡Somos una religión culiado!”.

En ruta

“Soy redondo hasta que me mueraaaaa...”. El colectivo atraviesa las calles con una larga previa del recital adentro: ya cantamos para aliviar el viaje de mil kilómetros. Faltan quince horas todavía. En Sarmiento y Ciudad del Rosario dos malabaristas callejeros canjean su arte subterráneo por monedas. En el bondi empiezan a esparcirse las palabras de El pibe de los astilleros, y una verdad que se reproduce entre alguna casta especial de ellas: “Las minitas aman los payasos… y la pasta de campeón…”.           

Hay humo verde en este espacio clausurado para la prohibición a los excesos. El bondi llega a Villa Mercedes. Hay rock en las gargantas –nostalgia de vencedores vencidos-: “Ensayo general para la farsa actuaaall… teatro antidisturbioooss…”. Bardo con la policía: en una estación de servicios no quieren vender alcohol. Alguien se lleva, escondida, una Quilmes. Caen los azules con las balizas de los patrulleros encendidas y el clima se pone espeso. “¿Y el flaco de remera amarilla…. está?” – “Sí, allá está. No se llevaron a nadie”. El pabellón ricotero sigue su camino. A pocos metros, un grupo de pibes de pelo desaliñado y minitas con los pantalones de distintos colores y de jean, remeras llamativas –de Los Redondos-, suben al bondi en Mercedes -algunos, por lo bajo, les silban mientras les miran el culo-. “¿Cómo es tu nombre?”; “Noelia”. En el colectivo ya hay conservadoras con más alcohol y el grito por momentos crece: “Mamá, mamá yo quiero… que salga el Indio, que salga el Indio… y todo el año es carnavaaall…”. Sanluiseños y villamercedinos pasan, en la misma madrugada, de rivales a amigos (antes hubo cánticos en contra de los segundos): pertenecen a la misma tribu ricotera gigante que recorre las rutas argentinas.
A las tres menos cuarto, el control policial hace que los cánticos, por pedido de uno de los coordinadores del viaje, cese. Guardamos el alcohol. Pero los azules no suben al bondi. “Policía, policía… la conchadetumadre...”, cantan dos por lo bajo. 

Dormimos. La madrugada le pasa factura al día laboral que precedió al inicio de la aventura. Tal vez viajemos en sueños a los escenarios de las letras del Indio y podamos comprender, por ejemplo, por qué “el Cebolla no pudo más y se degolló por miedo” escapando del pabellón, entre las llamaradas de los colchones encendidos en la fuga.  

Tandil

Despertamos y ya estamos en Baires. El sol parece estar a punto de hacer explotar los vidrios del bondi, y la cabeza de los que sufren algo de resaca. Todavía hay restos de humo verde en el aire. A las once menos diez el colectivo frena en una estación de servicios. Alguien –maliciosamente- especula: “Dicen que murió Cerati, ¿será verdad? Seguro que el Indio esta noche va a decir algo si pasó eso”. Tres horas más tarde, el destino: hipódromo de Tandil. 

Entre humo de asados a la vera del camino, tipos barbudos y desprolijos, con cervezas, vinos y fernet; minas con remeras negras semidesteñidas y pantalones apretados a la provocación; banderas con frases ricoteras, estaciones de servicios saturadas de gente y calles laterales a la ruta principal en un paisaje de hormiguero gigante y repentino; entre ese escenario superlógico empieza a cimentarse la noche de pasión rockera que está a escasas horas de suceder como un vendaval de sólo dos horas que dejará sus “secuelas” para siempre.   

Todavía falta bastante para el show. Una estación Shell –cerrada, tal vez por la cercanía del temblor ricotero en la ciudad- es usurpada por los fanáticos. Los trapos chocan con el aire, mientras los brazos agitan la siesta con movimientos acordes a los cánticos futboleros que esta vez van dirigidos hacia el Indio y la nostalgia por Los Redonditos de Ricota: es el feedback por lo que las letras de Solari le brindaron a las canchas argentinas. La zona de los tanques de nafta de la Shell está llena: “Soy redondo, soy redondo... redondo yo soy…”. El grupo entra en trance, no para de cantar y de saltar. Algunos sacan los matafuegos y empiezan a disparar en distintas direcciones. En las calles aledañas, las remeras del Indio se agotan. Hay humo de choris por todos lados. Y desde los parlantes de una camioneta: “Banderas… en tu corazóoonn… yo quiero verlas, ondeando luzca el sol o no…. Banderas rojas, banderas negras, de lienzo blanco… en tu corazóoonn…”. La fiesta ya copó Tandil, una ciudad tranquila de la abrumadora Buenos Aires.

Previa

En la tarde, ya hay pogo en la ciudad. Vencedores vencidos es uno de los temas que hace mover la tierra de las calles sin pavimentar de las cercanías al hipódromo: “Leyendo diarios en un baño turco… empañando Ray Bans… mascando un hueso...”. Ahí nomás se acopla Yo Caníbal. La música sale de un puesto de venta de choris. Los fanáticos intercambian las cervezas. El clima ya está listo. Los rezagados hacen cola para sacar las últimas entradas para un recital que será escuchado hasta un pueblo que está a treinta kilómetros.    

Empieza el desfile por las calles de tierra hasta llegar a las puertas del hipódromo. Es un pasadizo a las nubes. No hay policías, como en todos los recitales del Indio. Pero los encargados de la seguridad no dejan pasar las cervezas, pese a que antes de cada control hay puestos de venta y adentro del hipódromo parece haber bebida suficiente como para sofocar la sed de todos los viajeros del pogo. “Esta es Ugalde”, dice un viejo canoso de unos setenta años, quién sabe si bien vividos o gastados por el paso del calendario, que no conoce a Solari. “Mi casa es la de enfrente”. Su casa quedó atrapada en el camino vallado que lleva hacia el césped del pogo. Pero el viejo no está enojado. Conversa con un matrimonio que toma mates en la puerta de su vivienda mirando pasar a ese malón extraño que va hacia una jaula aún más extraña, para saltar. “Acá se siente bastante cuando saltan en el recital”. Todos son nacidos en el interior del país. En Tandil ya vieron ese movimiento antes, cuando el excéntrico personaje de lentes negros y pelada brillosa tocó en el mismo lugar. La misa india está cada vez más cerca. Las casas humildes de las cercanías al hipódromo contrastan enormemente con la opulencia de los campos y las viviendas de los dueños de fincas. Tandil es agro-ganadero. Las máquinas para el trabajo en la tierra o con animales constituyen un paisaje común en la zona. 

La puertas del cielo se abren a nuestro paso. El campo es verde y expectante. El escenario: casi irreal. Es Tandil a tres horas del gran sismo. El rebaño sufre de abstinencia. Todos, perfectamente ubicados para el desorden repentino en letras que volarán besando el viento alegre, especial, de la reminiscencia ricotera, esperamos el instante de la gran explosión. Nadie calla lo que sabe sobre el Indio. Los gritos subterráneos de júbilo viajan en la planicie de las pampas y se amarran al escenario que anhela una sola presencia.

La pibas conversan en la fila del baño químico atestado de gente –mientras algunos pibes no aguantan la espera: “Mirá, los chabones están meando la pared”-: “¿De dónde venís?” – “Soy de Avellaneda” – “Sho soy de acá nomás, de Lanús” – “Ah, claro. Esta es la segunda vez que lo vengo a ver al Indio, es gente muy copada esta, nunca hay bardo. A mí me gusta Soda Stereo también, pero no excluyo a otras bandas porque me gusten los temas de Los Redondos” – “Sho fui a ver a Los Redondos en la panza de mi vieja, así que imaginate… lo mamé desde muy chica a esto”.

La marea se mueve. Empujan y no hay espacio para escapar. Cerca del escenario, las avalanchas esperan dar el grito. Y ya no queda casi nada para la explosión. El pelado extravagante se demora. Las avalanchas cobran más fuerza. Vamos y venimos según la marea humana. Suena un celular: “Hola abuelita, no sabés lo que es esto. Tendrías que haber venido, ‘abu’. No sabés lo que te perdés” (risas complices desde este lado de la línea). Más allá, la especulación: “El Indio es un maestro, tal vez está tranquilo leyendo a Kafka y todos los giles esperándolo acá”.          

La misa

21:53. El Indio sale a escena. El sismo es imposible de describir. Y la emoción invade a miles y miles de fanáticos sometidos al enjambre de la pasión rockera. Un cover para arrancarle la ropa interior a la noche: Jugo de tomate frío, de Manal. Pegado, Un tal Brigitte Bardot.

Falla el sonido. El Indio corta por unos –escasos- minutos y vuelve: pide disculpas –no se persigna-, agradece. Saltamos enloquecidos. “Caen las ramas desnudas que no tiemblan como vos...” y el pelado ya canta sus canciones. Violeta –remera blanca asfixiando la delantera del Barça- ya sube a los hombros de un pibe que no conoce y agita una pequeña bandera con inscripciones rockeras. Violeta parece estar sola en el recital, su remera no es de Greempeace. El pogo espera.

Martinis y Tafiroles mezclados en la noche suprema. Y ahí nomás: Noticias de ayer en los periódicos de hoy –lo de siempre- para darle rienda suelta a la misa. Ya hay focos de incendios que se abren como pulmones para que los cuerpos choquen sin parar en medio de la polvareda del ritual. “¡No lo puedo creeerrr!!”, Viole se mueve encima de los hombros del desconocido. Todos se mueven como Viole; los que pisan tierra firme saltan y cantan. “Voy a exagerar, mi fiebre no es tan alta”, Divina TV Führer precede al estallido del hipódromo con Rock para el Negro Atila.

Fuegos de oktubre intenta calmar la ansiedad. Las bengalas encienden aún más la fiesta-ritual. Los fieles ya comulgan satisfechos. “El tesoro que no ves” serena las almas. Pero vuelve el pogo, y la adrenalina asoma una vez más por el piso verde del hipódromo de Tandil: “…Pueden acaso beber el vino por ustedes envasado (…) este infierno está embriagador...”. Ahí nomás, relato de Horacio, en la pluma y la garganta de Solari: “Pruebo trepar hasta un ventanal, buscando el aire y me balean fiero…” Sonidos del laberinto de un infierno humano, voces que se apagan en la noche que abruma con los miedos, letra que eriza la piel de los casi cien mil fanáticos, que a su término aplauden extasiados.   

Hay rondas, gritos de euforia al cielo tapado por el humo multicolor: desde el pie del escenario hasta más allá de doscientos metros. Noche atiborrada de caos y paz. Y llega un himno. Juguetes perdidos hace que las banderas flameen como si el viento fuera demoledor en el sur bonaerense. “Banderas rojas, banderas negras”. Cuando la noche es más oscura: “Esperando allí nomás, en el camino, la bella señora está… desencarnada”. Viole camina buscando otros hombros para subirse y chocar su figura con el aire masificado en el rock, para sentirse libre otra vez. Siempre hay brazos disponibles, la piba canta sin parar. Las bengalas tapan la visión.

El show lleva casi dos horas, serán veintinueve temas. Empieza a llegar el final de ese círculo vicioso que vuelve sin parar. Yo caníbal salta a escena antes que Vamos las bandas y sus preguntas demoledoras (“¿Y cuánto valen satélites espías y voluntades que creés haber sitiado?”). Los colectivos emprenderán sus caminos de regreso (en las calles de tierra cientos de ómnibus están esperando en fila para salir con distintos destinos), pero ya nada va a ser igual para sus pasajeros. La salida del hipódromo será entre exclamaciones y silencios, entre satisfacciones y la euforia que tarda en irse. Habrá distintas tonadas confluyendo en un sentimiento especial. “¡Qué groso es este chabón! ¡Qué recital!! Fue el mejor éste, impresionante”. Las zonas aledañas al pogo, después del gran remezón volverán a tomar poco a poco el color de pueblo tranquilo. Otra vez el bondi que no fue a Finisterre va a cruzar esos mil kilómetros para volver a San Luis con la cabeza todavía sobrevolando esa experiencia, de una tribu inconmensurable que se reúne para la misa india, ritual pagano rockero que goza con la razón y la creatividad de su Pai supremo. Todo eso acontecerá después del terremoto máximo.

Jijiji

Es de día en la noche del infierno porque después de Flight 956 llegará lo más esperado. Y el Indio, casi parado en el cielo, detiene la viola, mira extravagante a los cien mil tipos y tipas, se sorprende por enésima vez y dice: “Vamos a hacer el pogo más grande del Universo” -en segundos los pies de los fieles se moverán sin parar, la polvareda será impresionante, los focos de incendio se colmarán de cuerpos que chocarán una y otra vez; cuerpos suspendidos en el viento, olvidados de la realidad, con el tiempo detenido en otra galaxia, para volver a sentir ese fuego sagrado-. Y desde el escenario la viola arranca su estridencia exquisita, y el Indio ya no se detiene: es Jijiji. Entonces Tandil, definitivamente, explota:










Pablo Zama.

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