Desde la penumbra
Cada vez que quiero escribir, en el andén de la miseria que se escapa por los poros cuando me doy cuenta que hay poco para decir, atropello mis ganas con la desidia que hay en el entorno.
Si un vómito de existencia quiso que mis pies cavilen por la mediocridad igual que muchos entonces el pasado hizo poco para cambiar este presente. Y muchas veces la inspiración juega una mala pasada, un partido aparte, lejos de ese córner que vacila entre ser la última bola de la noche o el murallón del infinito. El tiempo se para o yo lo paro para ver y jugar con mis sienes, tratando de entender la normal de esta construcción que parece, a rayos, insignificante, realidad irrealizable. Deslizo el último apéndice de tinta, mi lapicera empieza a dormir en lo irrecuperable, pero la hoja, vacía, tiene mucho para decirme todavía. Miro a esa mujer aparecer otra vez, su escote, su puta manera de caminar por su propia fisura de humanidad. Y pienso que la estoy construyendo a gusto y paladar. La hoja proporciona la claridad que no tengo. Prefiero el caos, sin embargo. Ese caos creativo, esa pura subyugación de mi organismo que cae y rebota contra los papeles, mientras la tinta está seca y el vino se terminó.
Afuera, en ese afuera que casi no percibo, y que poco puedo entender, hay migajas de consciencias suturando sus propias inacciones. Me quedo a conversar con un ciruja, me pierdo en el anonimato de los sinrostro, un número inaquilatado, frío de estadísticas omitivas. Vomito sobre la vereda, el ciruja es casi un hermano. Para esa hora ya estoy creyendo en la libertad. Toco el aire, lo percibo y lo arrojo. Tomo y exhalo. Miro a esa mujer, pienso en la libertad. Pienso en la vida en libertad. Pienso en la libertad de vivir. Pienso en que la libertad es una mierda.
En el sumario de mis papeles que se sacuden hacia un sol que poco soporto hay algo de espectacularidad en los movimientos, justamente, de mis letras, que se derriten en medio de tan poca luz. Corro el peligro por recorrerlo todo y viajo adonde quiero, como si querer, esa imaginación de viaje, fuera de mi propiedad. Tengo la imaginación regalada a los perros callejeros, a un útero que expulsa sus posibilidades. Y creo que desde que nací sueño, pero tal vez estuve dormido todo este tiempo. Me levanto ante este aire que sé que es de propiedad de otro. Prendo un retrovisor a medida y el espejo de enfrente me disuade. No tomo el arma, es un suicidio poco creativo, según dijo un experto en matar a otros. Y, tal vez, sacudirse un poco de tanta irrelevancia existencial sea tan sólo la posibilidad de poder comer del plato vecino. La abundancia oprime y corrompe a veces. Esa misma abundancia que me esquiva. Pero este optimismo justo progre que siento se va a dormir después del noticiero.
No me justifico por escribir. Tampoco me inquieta la razón de creer haber jugado en todas las lides (aunque no lo hice en casi ninguna), sin haber conocido, al menos por una vez, la derrota. Sin caídas no hay grandes cimas. Sin la locura de querer vencer ese miedo no debe existir, por tanto, mi reloj. Puedo escuchar miles de sonidos distintos en un segundo infinito, pero también puedo perder toda noción de esos sonidos, padeciendo de la selectividad de mi oído que me hace cada vez menos hábil, un ser humano epidérmico. Y pensar que mientras camino, mientras arrugo estas hojas, estoy pensando en la trascendencia. Tal vez algún día entienda que no nacimos para ser sino para parecer. Un rapto de escepticismo creciente, pero a la vez ciclotímico. Tal vez necesario para colgar un cuadro de mierda en una habitación de mierda. Es probable que mire esa pared como antes y es muy probable también que al mirar esa pared ya no esté mirando lo mismo. Escribo, es de noche, creo que no dejo huella sobre esta plancha blanca que me atrae. A la madrugada todo se ve mejor, hay más claridad, en medio de la obscuridad. Por eso convoco a ese ciruja. Camino por el costado de la calle, por el sector en donde no debo. Por mi garganta la sensación de expulsión es demasiado fuerte. Pero no tengo armas para gritar. Me siento sobre los pies de una estatua cagada por miles de palomas que me miran y no me entienden. La paloma soy yo. La cagada también debo ser yo, en otra versión de mí. Hay miedos ahí, los reconozco, y ya no puedo dejar de teclear en la computadora, no puedo dejar de tirarle tinta a ese inmerecido papel, porque no tengo nada para decir. Y por eso, porque no tengo nada para decir, es porque escribo incansablemente. Si tuviera algo para decir me lo callaría para siempre. Si tuviera, si consiguiera, al menos una certeza en la vida lo más seguro es que ya no viviría.
Sólo hay cadáveres de la sociedad a esta hora, en la madrugada ecléctica en la que me he sometido. Pobres los sabelotodo en medio de esta génesis. Losabentodo porque le hemos permitido creer que llevan tal condición. En realidad, si un pájaro te caga en la frente, prácticamente entendés, en ese momento, en ese puto instante apócrifo, que no sabés nada, que no dominás ni tu propia vida. Las situaciones oprimen cuando no las podemos manejar. Y en realidad no manejamos casi nada. ¿Madurar? La plaza todavía está sin regar, no hay césped aún, pero sigo queriendo sembrar lo que nunca conocí. Me rodeo de otras existencias sin vida propia y nos convertimos en lo que somos en verdad hoy: autómatas manejados por pulsiones, gente que se cree lo que le dan de comer y con eso creemos en lo que vemos. Ahora, digo, aunque no sé si realmente lo digo yo: si la duda existiera, si por un momento dudáramos de la duda, probablemente no estaríamos preguntándonos tantas infamias.
Prácticamente, el derroche surreal de vidas que no vivimos, de imaginaciones que jamás percibimos, se torna peligroso. Y el peligro radica en su abundancia. La abundancia de la nada. Estamos llenos de vacíos y nuestra vida consiste en querer llenarlos, creyendo que los llenamos, acumulando solamente bilis tras expectativas que no tienen asidero. Y mientras escribo esto que no es escrito por mí, y mientras corro a ver si hay agua en el volcán, pienso en la verdad. La ingenuidad del sentido de verdad es tan maleable como el manejo que los manipuladores hacen de la verosimilitud. Pero la verdad, aunque ilusoria, aunque exista sólo en contraposición a la ilusión de mentira, es la mejor utopía, siempre y cuando algún día corrobore la certidumbre de lo que acabo de tomar como tesis personal.
A veces digo: mierda! Cómo puedo estar todavía creyendo en esa gota de agua que cae, se escapa y se va por la hendija. Cómo puedo creer que esa gota sobrevive en otras gotas que van a salir después. Nada se repite aunque vivimos siendo mimos de nosotros mismos y creemos revivir situaciones que existen, deformadas, en nuestras consciencias, como huellas mnémicas corrompidas por el olvido. Mientras mis músculos se ponen tensos y, acto seguido, se relajan después de miles de movimientos, hay un millón de posibilidades de ser que me acompañaron, en un segundo, en esta quietud cotidiana.
Todos los días (en los que puedo levantarme) salgo de la cama, prendo el televisor, como algo, miro por la ventana y digo, casi sin ganas: no parece, pero los días me han cambiado. Ahí nomás voy al baño y vomito todo lo que puedo, todo lo que me queda como recuerdo, para… no saber que estoy.