“No quiero más, estoy en el auto desde anoche. Encima, laburás como negro para no ganar nada y corrés el riesgo de que te metan un balazo en una villa”. El reloj marca más de la dos de la tarde. Voy en un remis cargado de bronca contenida. El chofer me cuenta sobre sus anhelos: conseguir un laburo con menos exposición al delito, poder tener la certeza de que algún día va a salir a la calle sin correr el riesgo de que lo asalten. “El gobierno miente. Te hablan de sensación de inseguridad, yo ando en la calle y sé lo que pasa. Lo que te muestran en la televisión no es nada comparado con lo que pasa en realidad, aquí hay robos todos los días. Hay que andar en la calle y ver lo que vemos nosotros”. Esto que ya parece una charla de diván se va transformando en un vínculo extraño. “¿A qué te dedicás vos?” “Soy periodista, he trabajado en los diarios”. “Uhh! Se debe cobrar buena guita ahí, no?” Lo miro. Tengo ganas de sacar la cabeza por la ventanilla, vomitar y largarme a la avenida para gritar. “No te creás, se paga muy mal en esta profesión, muy mal”. “¿Hasta dónde me dijiste que vamos?” “Hasta la plaza Laprida”. Toma confianza y me cuenta, a mí que soy un anónimo para él, sus cosas. “Hace un tiempo trabajé para la Barrick, ganaba bien”. “Claro, pero en ese caso debe ser complicado el tema de poder ver seguido a tus hijos?” “Ahora es peor, no estoy casi nunca en mi casa, paso de largo y gano mucho menos. Me gustaría volver a subir a la mina”. Para esta altura no me da ni para hablarle de contaminación, ni de regalías mineras. Hay una dicotomía extraña. Me refiere que quiere laburar ahí para darle un buen futuro a sus hijos. El tipo está desesperado. ¿Qué futuro? La misma frase es verdadera y falsa a la vez: “Para que mis hijos tengan un mejor futuro”. La frase ambigua que se ha posado en la provincia y que ya no vale la pena contradecir cuando el que está enfrente es un padre desesperado. Viajamos en un Peugeot que está a punto de perder su puerta derecha. “Cerrá fuerte, no quiere más esa puerta”. “¿El auto es tuyo?” “No, ojalá fuera mío. Si fuera mío tendría más ganancias. Yo tengo que darle la mitad de lo que hago al dueño del coche”. Me habla de Kristina. “Se la van a mandar con lo del campo, ya vas a ver. Aquí se va a armar una más o menos, esa mina no sabe nada. Ya no creo en ningún político, no hay uno que no robe”. “Es aquí, dejame por Libertador. ¿Cuánto es?” Prácticamente me asalta con la tarifa. “Ah, menos mal, ¿es eso nada más?” El tipo no entiende la ironía. “Sí, es eso nomás”. “Muchas gracias, que tengás suerte”. “Dale, igualmente hermano y contá en los medios lo que nos pasa a los remiseros”. Cierro fuertemente la puerta destartalada y me voy.
Me quedo pensando en lo que me acaba de decir el remisero. Me quedo pensando, sobre todo, en el tema de la inseguridad: “Hay que andar en la calle y ver lo que nosotros vemos”. Pasan los días. La crónica policial me da un síntoma que confirma la frase precedente: “Matan a un remisero de un tiro en la nuca en un robo” .
Mauricio Vega tenía 32 años, fue asaltado a la salida de un boliche y rematado de un disparo en la nuca. Fue a la madrugada. Los pares de Vega marchan pidiendo que el gobierno tome medidas en cuanto a la inseguridad. El gobierno se guardó, por ahora, en el bolsillo el dicho de sensación de inseguridad. Buscan a los culpables del crimen. Me acuerdo del remisero que me llevó hasta la plaza Laprida: en este momento debe estar pidiendo que busquen a los culpables de hacerse los sotas cuando se sabía que la vida de los remiseros está en peligro constante, que los robos se dan todos los días, que laburan toda la noche y parte del día para poder conseguir acercarse a una vida digna. Hoy han marchado hasta la terminal con los coches. El debate se impone. Las tapas de los diarios han sido copadas por este asesinato. En la calle la gente habla del tema y sacan conclusiones. Están detenidos los presuntos autores del hecho. Aquí la policía actuó rápido y el gobierno ya cree estar resolviendo un caso complicado. Y, como siempre, se atiende a las consecuencias y no a las causas, que son fallas estructurales de este sistema. La familia Vega llora y sufre por el asesinato de Mauricio. El intendente de 9 de Julio dona un nicho para que pueda ser enterrado el joven remisero. Por unos días se continuará hablando de esto y los medios harán un seguimiento del caso. Pasará el tiempo. La agenda de los medios de comunicación será copada por otros temas. Las aguas volverán a calmarse. Y, en unos días más, para el gobierno todo volverá a ser una mera: sensación de inseguridad.
Estoy en Chimbas (zona tildada de peligrosa). Es de noche. Le hago señas al mismo remisero que me llevó a la plaza Laprida. El tipo sigue de largo y con el dedo índice me dice que no puede tomar el pasaje. Hace frío. Al hombre ya lo terminó de copar el miedo. Yo decido seguir mi rumbo caminando. Y él, tal vez, vuelva a subir a Veladero.
Pablo Zama.
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