jueves, 1 de mayo de 2008

Ciudad de Imposibles



Un sesgo


Los perros ya corrieron a poseer la presa, los aullidos, distantes, son brisas estupefactas que bajan de la orilla de la desidia. Las miradas parecen vacías, y es como si los ojos de los pobladores se fueran secando a medida que avanza la jauría por la calle de la Encantación. Afuera, bastante lejos del parque Ilusorio nadie sabe más de lo que le han dicho que hay que saber, y nadie quiere saber más de lo que la superficie impuesta regala por estos días.


La vida en la ciudad de Imposibles transcurre quieta y los huecos espirituales no logran ser llenados por completo. Las evasiones son entonces las cartas con que juegan los pobladores para soportar con indolencia el hecho de ser cada vez menos, frente a un televisor que dispara los aullidos estridentes de una jauría que ya es demoledora.


Y los perros van tomando las avenidas, y los ojos, cada vez más secos, se han cristalizado en la ceguera prematura de ser simplemente espejos de lo que el exterior domina.


El perro Mayor larga entonces el dictamen de aniquilar a todo aquel que logre pestañear. Aunque sabe también que tarde o temprano tendrá que barrer con lo poco que quede de humano en los pobladores de Imposibles.


En el diario El Mudo han dicho, en el editorial de un columnista sin nombre, ni ojos, que la vida de este pueblo es mejor que nunca y que, por suerte, los perros siguen al frente de las calles, porque así, según el diario, “se aseguran que la alegría que reina en Imposibles no cese jamás”.


El viento, única posibilidad de palpar la realidad, única manera de saber que todavía se está, se existe, con vida autónoma en algún remoto rincón del alma, sigue su curso fugaz; este viento, deja una sensación extraña, y es que hay una brisa de sospecha que dice que algunos pobladores habrían logrado pestañear más de dos veces. Si esto se comprueba, todo indicaría que habría quienes, eludiendo el control de la jauría, podrían ver, a través de la humedad de sus pupilas, un poco más allá de lo posible.



La celda


¿Cuál es el castigo que el prisionero dice tener cuando se le han disparado, por entre alguna danza visceral, los días, las noches y la tenaz idea de creerse libre? ¿Cuál es el indulto natural del penado en su prisión, encerrado por fuerza de su ímpetu en un pabellón que ya pierde las horas, los días y la burbuja ambiental del afuera, de su otro afuera, del entorno fuera de su proximidad?


¿Cuál es el singular momento en que se escapa, si escuchando Soda todo el día no logra vituperar el afuera que lo enardece cuando intenta tocarlo? Pues bien, no ha de ser tan estrecho el camino del pabellón si en él caben las angustias, las alegrías, los triunfos y los fracasos simulados en alguna pared con tachones que llevan medio siglo intentando contarlo todo. ¿Se pierde entonces el sentido real del tiempo y el espacio en la celda solitaria del preso de su estigma? No, no lo han creído ni los vasallos ni lo buenos hombres de traje que aparecen con dádivas hoy por la TV, televisión de la que, por suerte, el pabellón carece.


Se escapa un pensamiento, o cae una hoja seca desde un árbol y el presidiario la observa absorto desde una mínima ventana. Tal vez sea la Verdad que, siempre, siempre libre, más allá de algún disfraz, se cuela por entre los orificios de la vida sin que el exterior llegue a comprenderla. Y es así nomás como se forma el mundo, este mundo lleno de dinamitas positivas, sin que sepamos que realmente son el producto de lo que se aliena.


Escucha Soda desde algún pasillo pero no comprende, ni sabrá jamás, o tal vez cuando despierte lo podrá entender, que los barrotes no son tales en Imposibles. ¿Sabrá también, comprenderá por fin -según se vislumbra en algún juego difícil de entender- que no sobran ni faltan los momentos en que se puede ser feliz, aunque esa realidad sea efímera y en el diván de la vida, los barrotes se vayan, huyan como todo lo que escapa en algún momento debido? Tal vez sea que ha despedazado los impedimentos para siempre y ya no sabrá cómo encomendarse al mundo sin antes considerar que la libertad llega tarde. ¿Cuál es, entonces, el sentido que tienen las palabras escritas durante este período, sobre un anotador gastado y desprolijo, intentando entender lo inentendible y rozando escapismos que no son más que la búsqueda de la vida? ¿El presidiario de Imposibles no comprenderá jamás que se puede arrojar una piedra más allá de lo que intuitivamente las fuerzas que cree tener no aceptan como prefiguración de cualquier suceso futuro? ¿Qué es el futuro entonces si los adoquines que saltan a la vista de cualquiera no son más valederos que su propia existencia extinta y magra? No es tan sencillo explicar nada desde un salón cerrado, fuera de foco, acuñado a la única posibilidad de ser nada más que un ventilador sin aire.


¿Y la música?, ¿esa naturaleza especial que brinda la tele-transportación a lugares jamás explorados, esa música, esa melodía y ese ruido absurdo que calma a las bestias tendrá algún día algún significado más que el de la evasión y el sincero rumor de adrenalina en la sangre? ¿Negando todo es como se construye la prisión, o dejando todo librado a la suerte de aquellos que sólo intentan atropellar a quien sueña desde otro lugar, sin experiencia ni pasados eternos dentro de su carpeta de presentación, renovar a cada momento las ganas?, ¿así se consigue llegar a ser? Cuántas preguntas irresolutas, tantas prendas sin cabida en unos cuantos, y sin embargo la luna también ingresa pura y luminosa por entre las rendijas de esta celda de reptiles y langostas. Pero existe algo más, hay algo dentro de esta prisión de presiones que sabe que debe salir y, aunque los obsoletos mediocres acudan a sus eufemismos nefastos, el sentido de libertad puede existir por lo menos en la mente.


Nuestro hombre, del que no vale la pena intentar recordar el nombre, y es más, se cree que nunca tuvo nombre ni cara que lo identifique, ha poseído la fuerza de las constelaciones sin el mayor rumor de decir que es simplemente: un hombre en el pabellón. Y esa individualidad le ha valido para saberse digno de su espacio y de su imaginación. Ni cuan dudoso sea el mundo del afuera, parece no necesitar más que de sus ideas y su poder sobre la irrealidad como para abstraerse en cada momento en que las largas alegrías y los pesares recurrentes lo atrapan en la soledad de su celda sin número, de su pabellón sin final.


Si contemplamos de una vez y para siempre la cárcel, y aunque esta revelación desgarre hasta al más autómata de este mundo, es posible que miremos la ciudad y nos demos cuenta que Imposibles es un pabellón, compuesto por numerosos pabellones, y esos numerosos pabellones a su vez se dividen en celdas que en su interior encuentran otros pabellones, menos mayúsculos que sus predecesores, y entonces podemos decir que el mundo tiene su celda sin número en cada lugar donde exista un prisionero sin barrotes, ni jaulas. Pero todo esto no debe desanimar a nuestro hombre que debe caminar ya eternas y esforzadas mañanas por los cerros sin que un viento, un sólo y minúsculo viento, lo haya tocado al fin. Es hombre nuestro presidiario, y debe entender, aunque lo niegue, que en el fin de los finales sólo existe otra celda, y debe aprender a contemplarla como se debe, y no como lo que es. Esto último, según le enseñaron sus ancestros.




PABLO ZAMA.

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