EL CRIMEN VACÍO
La hoja en blanco dice demasiado en la carta que recibe Fernando Ferrero a las 9 AM de un día nublado de julio en plena capital sanjuanina.
Las hojas en blanco son comunes en estas lides, se dice así mismo Fernando. Los que usan la persecución a la utopía para allanar el camino hacia la evasión también chocan con el manuscrito sin sentido que ahora escribo, se rompe la cabeza pensando cómo llenar la existencia sin recurrir a los sueños.
La hoja en blanco es la madeja que no para de desenvolverse, que la dilación, que la premura, esconden de la rutina.
Escribe entonces de puño y letra: Prefiero no llenar estos renglones con lo que no quiero decir, me debo a mi instinto. De puño y letra también coloca en el dorso del sobre: El contenido de este envoltorio no es de importancia más que para quien se digne a padecerlo.
Otra vez está escribiendo de noche. Nadie lo ha visto salir del departamento por una semana. Prefiero vivir en el seno de mi propia alienación, la que yo quiero, tira sobre otro papel. Y escribe y fuma sin parar. Y recorre esos viejos libros sin poder comprenderlos todavía. Porque su lugar no está en donde tiene que estar. Entonces, permanece pensativo y camina en medio del anonimato que prefiere construir.
La carta en blanco que Fernando Ferrero recibe a las 9 AM de un día nublado de julio dice mucho más de lo que alguien puede suponer.
Esa carta, reescrita después por el propio Fernando y retenida en su propio escritorio, lleva el sello del misterio. Ese papel no muestra su remitente, que sólo Fernando conoce. El acto de dejar la carta en blanco puede referir un mensaje que se oculta en la transparencia de ese propio material. Y puede haber en esa declaración de agrafia misteriosa una complicidad extraña.
Esa habitación que da al rugido de la zona céntrica de Libertador y Rivadavia en San Juan tiene el rumor de lo ambiguo. El silencio que existe sobre el pasado, sin embargo, es la revelación de lo que se esconde en una mera página irresoluta.
La pista a la que iban a arribar más tarde los detectives sólo llegó hasta una frase de Emile Durkheim anotada sobre el respaldo de la cama, en letras casi diminutas, con el esoterismo característico de todo el lugar: “Las causas de muerte se encuentran generalmente más fuera que dentro de nosotros y sólo nos alcanzan cuando nos aventuramos en su esfera de acción”.
Antes, Ferrero, de profunda adicción al caos, supone que el rumbo de su vida es otro. Antes de esa mañana de julio, en su habitación se cruzan los mundos que alguna vez quiso. En su repentina inclinación por la vida nocturna sale, sin embargo, y ve lo que no existe.
Después escribe:
Mi rostro se dilata cada día
El rostro es el reflejo del alma
La vida consume los obstáculos
Sin obstáculos no soy
El miedo es saberse vivo
Cuando se evita ser
El resto de mi obra
Es la que no escribiré jamás
Escribo mi incompetencia
Escribo porque soy incompleto
Me evado porque me fallo
Y esquivo la censura como puedo
Escribo esta página a la deriva
No he dicho lo que quiero
El fuego de este panteón
Es el ruego de los que miro
En la calle de esta residencia
De la mismísima miseria que se tapa
En pleno caos se da cuenta de la nada. Los dolores existenciales ya son frecuentes, a esa hora la vida es la mejor metáfora. Y empieza a releer esos libros que lo desatomizan. Vuelve al rincón de los tratados kierkegaardianos, esos que escribió para nadie, dejó en el terreno infértil de los inéditos y escondió en el sótano, evitándolos. Mientras vuelve a esa lectura-reescritura comprende que el lustra zapatos que está en el cruce de las peatonales, algunas cuadras antes de la zona de Tribunales, es feliz porque no le queda otra, cuando a veces la miseria es la gambeta más cruel al destino.
No ha escrito todavía tratados sobre la felicidad. Pero siempre fue denostador de los que sonríen como mueca de lo que jamás sabrán: el rasgo evitativo que determina una falsa sensación; tal vez de la ignorancia por la inmensidad que implica la vida.
Las letras que supe escribir en la precordillera refieren a otro contexto animista y el optimismo surge sólo de una mera referencia al instante, que somete la mirada y penetra el ser en una falsa sensación de bienestar, no creo en la felicidad, puso en la solapa de un libro ajeno a modo de explicación de una novela surrealista que hizo germinar en algún retiro por Barreal.
Vuelve a tomar la lapicera, mira de reojo su máquina de escribir, una Remington bastante vieja, que pide a gritos una renovación (odia las computadoras) y escribe con desmesura:
Es probable que jamás encuentre lo que busco. Lo delata la inconstancia de mis estudios sobre un terreno que no conozco: la vida. Los imprevistos que surgen cada vez que exploro esos caminos, últimamente alejado de mi carácter de antropólogo sui géneris, pierden mi visión sobre la meta. Quiero, de todos modos, dejar constancia para mí mismo, en este papel que nadie conoce más que mi propio ser, que me comunico a través de mensajes vacíos con alguien a quien desprecio. Esos mensajes incurren en señales metacomunicacionales de tinte esquizofrenés. Existen cartas en blanco, palabras que jamás escribiremos, que residen en el bagaje de la ambigüedad y los términos duales. La intención de continuar esa comunicación negativa residen en el carácter improbable de encontrar otra forma de entendimiento a la saturación del mensaje por el sólo hecho del mensaje y no de su contenido.
Esas palabras podrían haber agilizado el juicio y hubieran echado luz sobre el fenómeno impensado en el que terminó cayendo Fernando Ferrero. La carta en blanco aún sigue guardada en algún armario viejo (casi en desuso) de Tribunales. El remitente de esas cartas que la Justicia encontró muy tarde incurrieron, como se esperaba, en una sorpresa desagradable.
En los días previos a recibir esa última misiva a las 9 AM Fernando iba a tener la premonición, que después se transformó en asunto revelado, en esas cartas vacías, de un primer punto de sus sospechas comunicativas. Y eso -se transformó en la causa-, después, generaría la reacción fatal.
Sigue en breve…..
Pablo Zama