El 31 de diciembre de 2009 al mediodía los internos del Servicio Penitenciario de San Luis festejaron con sus familias. Hablaron de sus sueños. Un relato desde adentro de la cárcel.
“Los primeros días de cárcel fueron los más largos de mi vida. Es muy duro estar acá”.
Francisco.
( Foto: Pablo Retta)
“Estoy todo el tiempo pensando. Pienso en que en dos meses voy a tener las salidas transitorias y el año que viene quiero cumplir el sueño de casarme con mi novia, estar más tiempo con mis hijos y conseguir casa propia”. Los ojos, humedecidos, llevan el karma de los malos recuerdos: la detención, el error, la vida que pasa a mínima velocidad en la celda, la vida que duele tras las rejas, el rótulo invisible en la frente de los penados. Preso como número incierto, celda sin nombres para recordar. “Estar preso es como estar muerto en vida”, lacera Francisco, 24 años, la mirada triste, la vista sobre una mesa en la que sólo quedan las migajas de un almuerzo con su gente (la que lleva su misma sangre), un letrero no muy chico (pintado por otros internos con rojo, sobre la pared) que reza: “Hoy es un gran día para la familia” y en cada una de las mesas (hay diez en ese sector): “Un mundo distinto, en cada uno de esos lugares hay otro planeta, cada familia es así”, asegura el joven villamercedino mientras en una esquina del salón pintado de blanco y rojo, hermético, frío, varias personas ríen con una risa sorda de anestesia que esquiva y duerme los malos instantes, casi una mueca que intenta burlar el pasado. Es horario de visitas: año nuevo, rejas adentro.
En el interior del Servicio Penitenciario Provincial hay un mundo desconocido por el afuera, adentro es casi como Bar del Infierno: el afuera no existe. Los fuegos artificiales, el estruendo convencional de cada año reside en la calle y los cimbronazos de euforia se escuchan también adentro de la cárcel, en donde un grupo de hombres levantan las copas, solitarios, y brindan con el anhelo de recuperar la libertad.
Antes, al mediodía, la escena es más distendida. En la unidad Nº 1, de los penados, el clima es de fiesta el 31 de diciembre. Los familiares de los internos llegan con comida. Hay niños pateando una pelota adentro de los pabellones, adonde sus padres residen desde hace algunos años, en algunos casos. Esa misma pelota de cuero, que para los hombres significa compartir, calma la espera tras las rejas y en cada recreo (que se da tres o cuatro veces por semana) la bocha rueda en cada picado, mientras los que no son tan futboleros aprovechan para hablar por teléfono con sus familias. Es el cambio de calendario en la cárcel, un tachón más a otro día y el brindis por un año menos. La espera sigue.
Unidad 1: penados mayores
Casi un mínimo laberinto desemboca en el sector de quienes ya tienen condena en curso. Afuera, una mujer escribe en un cuaderno, mientras espera poder ingresar a ver a su esposo. En el sector de requisas los más chicos dejan algunas pertenencias para poder ver al papá. Al cruzar con custodia las rejas rojas, en los pabellones hay grupos de familias por todos lados. Un joven de no más de 25 años pasa con una camiseta del Banfield del puntano Bustos, pero no quiere hablar con el periodismo. Al fondo del salón, desde un radiograbador salen las letras de La Banda XXI. Pegado a la música, Alán (22), un tajo debajo de la mejilla izquierda, pelo corto y tatuajes en los brazos, cuenta: “Hace cinco Navidades que estoy así”. “Así” es encerrado y recibiendo a la familia para el almuerzo del 31. Mientras eso pasa en un sector, muy cerca de ahí los panaderos del servicio (también son internos) terminan su labor y los carros llenos de pan pasan hacia la cocina. “Hoy, por ser año nuevo, le entregamos un pan dulce a cada preso”, cuenta un guardiacárcel.
Alan, hincha de Boca, amante de la cumbia, el reggaeton y el rock, dice que es “un demonio”, aunque aclara que apenas empiece “la pastoral de la cárcel” va a inscribirse “para hacer salidas transitorias. Eso es lo que deseo para el año que llega”. La libertad es el fin supremo tras las rejas. Alan comparte el día con su padre, su esposa y su hijo, entre hamburguesas, gaseosas y charlas sobre fútbol.
En otro extremo de la sala de visitas hay otra historia, con sueños y nostalgias por lo que quedó afuera. A Guillermo (25) se le dibuja una sonrisa enorme en el rostro y la ansiedad se traslada a sus movimientos nerviosos cuando cuenta que su hija está por llegar: “El día de visita es para mí el más alegre”. Guillermo cuenta que en todos los pabellones hay una pelota de fútbol y que cada vez que hay partido por la televisión se juntan para verlo. En la cárcel esperan por el Mundial. La redonda une a los muchachos, los hermana dentro de su recuperación para la reinserción a la sociedad. El símbolo del tiempo que tienen que compartir hasta recuperar la libertad.
En ese pabellón las imágenes siguen pasando como un vendaval que recorre pasados que dejaron una huella diferente a otras familias. Las nostalgias se cuelan en el aire cuando Alan abraza a su hijo o cuando el nene de Francisco juega al fútbol con su tío más chico, mientras la pelota rebota en las rejas que encierran el lugar.
La espera, la ansiedad
“Que vengan mis niños a verme todas las semanas me da muchas fuerzas para salir adelante y querer cambiar”, dice Francisco mientras su abuela lo abraza y juntos se emocionan. Y sigue: “Esto es como juntar las partes del rompecabezas y volver a armarlo. Quiero salir para hacer eso”. Los ojos se colman de lágrimas que prefieren no salir. “Uno acá se ríe, pero sufre. A veces un nene se enferma y no podés hacer nada. Uno se siente muerto en vida en esos momentos”. Mientras escucha Cadena 3, por las noches Francisco sólo piensa que está “cerca de salir”. Su mujer dice que el tema cuartetero que hay de fondo es “Estás enamorada”. Esperan casarse este año. La abuela de Francisco apunta: “Quiero que mi nieto salga y que volvamos a ser felices como antes”. A las 18, las puertas de la cárcel se cierran. “En la noche brindamos como si estuviéramos en la calle”, cuenta Alan. Los fuegos artificiales ya retumban en la ciudad de San Luis. En la cárcel hay un brindis, rejas adentro.
A ellos, que en las noches eternas siempre tienen aire para convidar.
(“Esta vez, por fin la prisión te va a gustar")
“¡Somos una religión culiado!”. Desde el fondo del bondi -que algunos dicen que sale hacia Finisterre y que tal vez sea el último- un fanático, vino tinto en cartón en la mano derecha, remera negra ineludible para la ocasión, sintetiza el sentimiento de cada uno de los casi cien mil fanáticos que viajan desde distintos puntos del país hacia Tandil para la “misa india”. En un juego de los números en el reloj, a las 23:23 el bondi, que no va a Finisterre sino hacia el sur de Buenos Aires, pone primera, y espera no ser el último: sale de la ex estación de trenes de San Luis. Hay un brisa fresca que no llega a dictar el cese de las mangas cortas –vísperas del sábado 13 de noviembre de 2010, el único recital del año del Indio Solari-. Es el viaje al “pogo más grande del universo”, así lo dirá el Indio la próxima noche cuando los pies sudorosos, con olores de distintas regiones en las suelas, salten levantando polvareda y haciendo vibrar los vidrios de toda una ciudad, al compás de Jijiji, como en un trance.
El colectivo parece Pabellón séptimo. El laberinto es oscuro, no nos vemos las caras, ni las manos, no nos conocemos. Pero algo se quema y algo explota también. Es el rugido de la ansiedad, que se consume en el alcohol del tiempo de espera: cervezas y vino para empezar a entonar los cánticos ricoteros. Este pabellón es distinto: vamos encerrados, sin salida, La casa de Asterión en una pasión difícil de explicar. Somos ricoteros, de las letras inteligentes del pelado de anteojos oscuros y voz singular. Una masa separada espacialmente, pero siempre unida por algo esencial; y sí: “¡Somos una religión culiado!”.
En ruta
“Soy redondo hasta que me mueraaaaa...”. El colectivo atraviesa las calles con una larga previa del recital adentro: ya cantamos para aliviar el viaje de mil kilómetros. Faltan quince horas todavía. En Sarmiento y Ciudad del Rosario dos malabaristas callejeros canjean su arte subterráneo por monedas. En el bondi empiezan a esparcirse las palabras de El pibe de los astilleros, y una verdad que se reproduce entre alguna casta especial de ellas: “Las minitas aman los payasos… y la pasta de campeón…”.
Hay humo verde en este espacio clausurado para la prohibición a los excesos. El bondi llega a Villa Mercedes. Hay rock en las gargantas –nostalgia de vencedores vencidos-: “Ensayo general para la farsa actuaaall… teatro antidisturbioooss…”. Bardo con la policía: en una estación de servicios no quieren vender alcohol. Alguien se lleva, escondida, una Quilmes. Caen los azules con las balizas de los patrulleros encendidas y el clima se pone espeso. “¿Y el flaco de remera amarilla…. está?” – “Sí, allá está. No se llevaron a nadie”. El pabellón ricotero sigue su camino. A pocos metros, un grupo de pibes de pelo desaliñado y minitas con los pantalones de distintos colores y de jean, remeras llamativas –de Los Redondos-, suben al bondi en Mercedes -algunos, por lo bajo, les silban mientras les miran el culo-. “¿Cómo es tu nombre?”; “Noelia”. En el colectivo ya hay conservadoras con más alcohol y el grito por momentos crece: “Mamá, mamá yo quiero… que salga el Indio, que salga el Indio… y todo el año es carnavaaall…”. Sanluiseños y villamercedinos pasan, en la misma madrugada, de rivales a amigos (antes hubo cánticos en contra de los segundos): pertenecen a la misma tribu ricotera gigante que recorre las rutas argentinas.
A las tres menos cuarto, el control policial hace que los cánticos, por pedido de uno de los coordinadores del viaje, cese. Guardamos el alcohol. Pero los azules no suben al bondi. “Policía, policía… la conchadetumadre...”, cantan dos por lo bajo.
Dormimos. La madrugada le pasa factura al día laboral que precedió al inicio de la aventura. Tal vez viajemos en sueños a los escenarios de las letras del Indio y podamos comprender, por ejemplo, por qué “el Cebolla no pudo más y se degolló por miedo” escapando del pabellón, entre las llamaradas de los colchones encendidos en la fuga.
Tandil
Despertamos y ya estamos en Baires. El sol parece estar a punto de hacer explotar los vidrios del bondi, y la cabeza de los que sufren algo de resaca. Todavía hay restos de humo verde en el aire. A las once menos diez el colectivo frena en una estación de servicios. Alguien –maliciosamente- especula: “Dicen que murió Cerati, ¿será verdad? Seguro que el Indio esta noche va a decir algo si pasó eso”. Tres horas más tarde, el destino: hipódromo de Tandil.
Entre humo de asados a la vera del camino, tipos barbudos y desprolijos, con cervezas, vinos y fernet; minas con remeras negras semidesteñidas y pantalones apretados a la provocación; banderas con frases ricoteras, estaciones de servicios saturadas de gente y calles laterales a la ruta principal en un paisaje de hormiguero gigante y repentino; entre ese escenario superlógico empieza a cimentarse la noche de pasión rockera que está a escasas horas de suceder como un vendaval de sólo dos horas que dejará sus “secuelas” para siempre.
Todavía falta bastante para el show. Una estación Shell –cerrada, tal vez por la cercanía del temblor ricotero en la ciudad- es usurpada por los fanáticos. Los trapos chocan con el aire, mientras los brazos agitan la siesta con movimientos acordes a los cánticos futboleros que esta vez van dirigidos hacia el Indio y la nostalgia por Los Redonditos de Ricota: es el feedback por lo que las letras de Solari le brindaron a las canchas argentinas. La zona de los tanques de nafta de la Shell está llena: “Soy redondo, soy redondo... redondo yo soy…”. El grupo entra en trance, no para de cantar y de saltar. Algunos sacan los matafuegos y empiezan a disparar en distintas direcciones. En las calles aledañas, las remeras del Indio se agotan. Hay humo de choris por todos lados. Y desde los parlantes de una camioneta: “Banderas… en tu corazóoonn… yo quiero verlas, ondeando luzca el sol o no…. Banderas rojas, banderas negras, de lienzo blanco… en tu corazóoonn…”. La fiesta ya copó Tandil, una ciudad tranquila de la abrumadora Buenos Aires.
Previa
En la tarde, ya hay pogo en la ciudad. Vencedores vencidos es uno de los temas que hace mover la tierra de las calles sin pavimentar de las cercanías al hipódromo: “Leyendo diarios en un baño turco… empañando Ray Bans… mascando un hueso...”. Ahí nomás se acopla Yo Caníbal. La música sale de un puesto de venta de choris. Los fanáticos intercambian las cervezas. El clima ya está listo. Los rezagados hacen cola para sacar las últimas entradas para un recital que será escuchado hasta un pueblo que está a treinta kilómetros.
Empieza el desfile por las calles de tierra hasta llegar a las puertas del hipódromo. Es un pasadizo a las nubes. No hay policías, como en todos los recitales del Indio. Pero los encargados de la seguridad no dejan pasar las cervezas, pese a que antes de cada control hay puestos de venta y adentro del hipódromo parece haber bebida suficiente como para sofocar la sed de todos los viajeros del pogo. “Esta es Ugalde”, dice un viejo canoso de unos setenta años, quién sabe si bien vividos o gastados por el paso del calendario, que no conoce a Solari. “Mi casa es la de enfrente”. Su casa quedó atrapada en el camino vallado que lleva hacia el césped del pogo. Pero el viejo no está enojado. Conversa con un matrimonio que toma mates en la puerta de su vivienda mirando pasar a ese malón extraño que va hacia una jaula aún más extraña, para saltar. “Acá se siente bastante cuando saltan en el recital”. Todos son nacidos en el interior del país. En Tandil ya vieron ese movimiento antes, cuando el excéntrico personaje de lentes negros y pelada brillosa tocó en el mismo lugar. La misa india está cada vez más cerca. Las casas humildes de las cercanías al hipódromo contrastan enormemente con la opulencia de los campos y las viviendas de los dueños de fincas. Tandil es agro-ganadero. Las máquinas para el trabajo en la tierra o con animales constituyen un paisaje común en la zona.
La puertas del cielo se abren a nuestro paso. El campo es verde y expectante. El escenario: casi irreal. Es Tandil a tres horas del gran sismo. El rebaño sufre de abstinencia. Todos, perfectamente ubicados para el desorden repentino en letras que volarán besando el viento alegre, especial, de la reminiscencia ricotera, esperamos el instante de la gran explosión. Nadie calla lo que sabe sobre el Indio. Los gritos subterráneos de júbilo viajan en la planicie de las pampas y se amarran al escenario que anhela una sola presencia.
La pibas conversan en la fila del baño químico atestado de gente –mientras algunos pibes no aguantan la espera: “Mirá, los chabones están meando la pared”-: “¿De dónde venís?” – “Soy de Avellaneda” – “Sho soy de acá nomás, de Lanús” – “Ah, claro. Esta es la segunda vez que lo vengo a ver al Indio, es gente muy copada esta, nunca hay bardo. A mí me gusta Soda Stereo también, pero no excluyo a otras bandas porque me gusten los temas de Los Redondos” – “Sho fui a ver a Los Redondos en la panza de mi vieja, así que imaginate… lo mamé desde muy chica a esto”.
La marea se mueve. Empujan y no hay espacio para escapar. Cerca del escenario, las avalanchas esperan dar el grito. Y ya no queda casi nada para la explosión. El pelado extravagante se demora. Las avalanchas cobran más fuerza. Vamos y venimos según la marea humana. Suena un celular: “Hola abuelita, no sabés lo que es esto. Tendrías que haber venido, ‘abu’. No sabés lo que te perdés” (risas complices desde este lado de la línea). Más allá, la especulación: “El Indio es un maestro, tal vez está tranquilo leyendo a Kafka y todos los giles esperándolo acá”.
La misa
21:53. El Indio sale a escena. El sismo es imposible de describir. Y la emoción invade a miles y miles de fanáticos sometidos al enjambre de la pasión rockera. Un cover para arrancarle la ropa interior a la noche: Jugo de tomate frío, de Manal. Pegado, Un tal Brigitte Bardot.
Falla el sonido. El Indio corta por unos –escasos- minutos y vuelve: pide disculpas –no se persigna-, agradece. Saltamos enloquecidos. “Caen las ramas desnudas que no tiemblan como vos...” y el pelado ya canta sus canciones. Violeta –remera blanca asfixiando la delantera del Barça- ya sube a los hombros de un pibe que no conoce y agita una pequeña bandera con inscripciones rockeras. Violeta parece estar sola en el recital, su remera no es de Greempeace. El pogo espera.
Martinis y Tafiroles mezclados en la noche suprema. Y ahí nomás: Noticias de ayer en los periódicos de hoy –lo de siempre- para darle rienda suelta a la misa. Ya hay focos de incendios que se abren como pulmones para que los cuerpos choquen sin parar en medio de la polvareda del ritual. “¡No lo puedo creeerrr!!”, Viole se mueve encima de los hombros del desconocido. Todos se mueven como Viole; los que pisan tierra firme saltan y cantan. “Voy a exagerar, mi fiebre no es tan alta”, Divina TV Führer precede al estallido del hipódromo con Rock para el Negro Atila.
Fuegos de oktubre intenta calmar la ansiedad. Las bengalas encienden aún más la fiesta-ritual. Los fieles ya comulgan satisfechos. “El tesoro que no ves” serena las almas. Pero vuelve el pogo, y la adrenalina asoma una vez más por el piso verde del hipódromo de Tandil: “…Pueden acaso beber el vino por ustedes envasado (…) este infierno está embriagador...”. Ahí nomás, relato de Horacio, en la pluma y la garganta de Solari: “Pruebo trepar hasta un ventanal, buscando el aire y me balean fiero…” Sonidos del laberinto de un infierno humano, voces que se apagan en la noche que abruma con los miedos, letra que eriza la piel de los casi cien mil fanáticos, que a su término aplauden extasiados.
Hay rondas, gritos de euforia al cielo tapado por el humo multicolor: desde el pie del escenario hasta más allá de doscientos metros. Noche atiborrada de caos y paz. Y llega un himno. Juguetes perdidos hace que las banderas flameen como si el viento fuera demoledor en el sur bonaerense. “Banderas rojas, banderas negras”. Cuando la noche es más oscura: “Esperando allí nomás, en el camino, la bella señora está… desencarnada”. Viole camina buscando otros hombros para subirse y chocar su figura con el aire masificado en el rock, para sentirse libre otra vez. Siempre hay brazos disponibles, la piba canta sin parar. Las bengalas tapan la visión.
El show lleva casi dos horas, serán veintinueve temas. Empieza a llegar el final de ese círculo vicioso que vuelve sin parar. Yo caníbal salta a escena antes que Vamos las bandas y sus preguntas demoledoras (“¿Y cuánto valen satélites espías y voluntades que creés haber sitiado?”). Los colectivos emprenderán sus caminos de regreso (en las calles de tierra cientos de ómnibus están esperando en fila para salir con distintos destinos), pero ya nada va a ser igual para sus pasajeros. La salida del hipódromo será entre exclamaciones y silencios, entre satisfacciones y la euforia que tarda en irse. Habrá distintas tonadas confluyendo en un sentimiento especial. “¡Qué groso es este chabón! ¡Qué recital!! Fue el mejor éste, impresionante”. Las zonas aledañas al pogo, después del gran remezón volverán a tomar poco a poco el color de pueblo tranquilo. Otra vez el bondi que no fue a Finisterre va a cruzar esos mil kilómetros para volver a San Luis con la cabeza todavía sobrevolando esa experiencia, de una tribu inconmensurable que se reúne para la misa india, ritual pagano rockero que goza con la razón y la creatividad de su Pai supremo. Todo eso acontecerá después del terremoto máximo.
Jijiji
Es de día en la noche del infierno porque después de Flight 956 llegará lo más esperado. Y el Indio, casi parado en el cielo, detiene la viola, mira extravagante a los cien mil tipos y tipas, se sorprende por enésima vez y dice: “Vamos a hacer el pogo más grande del Universo” -en segundos los pies de los fieles se moverán sin parar, la polvareda será impresionante, los focos de incendio se colmarán de cuerpos que chocarán una y otra vez; cuerpos suspendidos en el viento, olvidados de la realidad, con el tiempo detenido en otra galaxia, para volver a sentir ese fuego sagrado-. Y desde el escenario la viola arranca su estridencia exquisita, y el Indio ya no se detiene: es Jijiji. Entonces Tandil, definitivamente, explota:
Mi abuelo Emilio Biltes (21/5/1922 - 12/12/2006). Uno de los más grandes periodistas que tuvo San Juan. Con su máquina de escribir Remington hizo estragos en esta profesión. Pero más allá de eso, fue mi gran amigo. La persona que más extraño. Un grande, como periodista y como ser humano. "Tu abuelo no fue un valentón, fue un valiente" (Monseñor Jorge Luis Lona, obispo de San Luis).
El grafiti de hoy: el repudio a la sangre derramada en el '76
La pintada está sobre la pared de Tribunales de la Ciudad de San Luis. El mensaje data del juicio a los represores de la última dictadura militar en el país. Tras ese juicio, en el 2008 fueron condenados dos ex militares y tres ex policías en aquella provincia.
Ejerzo el periodismo desde hace 13 años. Mi nombre es Pablo Bustamante Biltes. Pero escribo bajo el pseudónimo de Pablo Zama. Actualmente me desempeño en el área de prensa y comunicación de la UNLC (Merlo, San Luis) y edito el blog Fisuras de la calle. Escribí en Diario Urbano y Diario Móvil de San Juan. Fui colaborador de El Nuevo Diario. Conduje el ciclo Fisuras de la calle, en AM 1020. También conduje los noticieros de FM Amanecer y Radio Sports. Fui redactor de Canal 5 Telesol. Escribí cuentos para la revista Todo Fútbol. Fui colaborador de la revista literaria La Avispa (Mar del Plata). Con 27 años fui jefe de la sección Deportes de El Diario de la República, en San Luis, y también escribí en la sección La Provincia. Fui productor del programa matinal "El Show de la Mañana" de LV5 Radio Sarmiento y escribí los boletines informativos. Hice periodismo de investigación para la Revista GIRO. Cubrí la campaña de San Martín en Primera de AFA en 2007/08 para Diario El Zonda. Realicé algunos trabajos para Diario Huarpe. También hice periodismo en Radio La Voz, Radio de Clásicos y fui columnista de las revistas Kriterio y El Superclásico.