Cuando la pasión duele
Roto el alambre que separa el césped de la popular; sofocado el fuego en una de las torres de iluminación; esparcidos por el césped los pedazos de ladrillos arrojados desde la tribuna hacia los policías; retirados con custodia y por la manga, como si fueran delincuentes, los jugadores de San Martín en medio de los proyectiles que vuelan desde la Platea Este lanzados con furia por los hinchas; terminados los cánticos que imprimen el grito que sale desde las vísceras de la desazón: “Que se vayan todos”; destruidas las chances de ascenso a Primera; disparado el último sonido lejano, por calle Mendoza, de una escopeta que estrella en el piso un cartucho más de balas de goma; mojados los párpados de un grupo de hinchas; vaciada la ilusión (3-1 abajo ante Independiente Rivadavia de Mendoza, partido suspendido)… el aire se torna insípido. Se terminó. Salgo de la Popular Norte, la bandera con los colores verdinegros apretada con bronca con la mano derecha, el calor pegándole de lleno a la gorra negra con el escudo de San Martín, la cabeza hacia el piso, la mirada perdida en la tarde, la camiseta blanca con vivos verdes y negros muriéndose en el resplandor de la siesta que empieza a morirse también. Una lágrima se escapa mientras camino entre la muchedumbre que no escucho, porque en mis oídos suena, a todo volumen, Canción de Alicia en el país: “El sueño acabó”. Esta vez no es como en el 2007 después del gol de Tonelotto, la lágrima que llega a mi boca tiene un sabor salado de sal maldita. Tarde soleada y gris, una burla en un dibujo de Fontanarrosa. “Fueron para atrás… Estos hijos de mil puta fueron para atrás”. “El fútbol es un negocio y los clubes una empresa”, sobreviene una lectura nocturna. “¿Qué hacés acá? ¿Venís desde San Luis a ver a estos muertos? ¡¿Estás loco!?”. Ser hincha implica un sentimiento irracional. “Lo único que no puede abandonar un hombre es su pasión”, dice uno de los protagonistas de El secreto de sus ojos. Asalto a la ilusión. El flash sellado en la mente: el paraguayo Mármol pifiándole al balón y cayéndose en el área grande, el delantero mendocino definiendo solo ante el Lucho Pocrnjic. Que ganas de morirse como caído en guerra ajena, ganas de que una grieta se chupe la tarde sin dejar rastros ni anotaciones póstumas sobre el dolor de esos hinchas en la tribuna nueva, la que tembló sin parar tras los saltos de los sanjuaninos cuando Boca pisó suelo verdinegro. La ilusión se esfumó cuando Mármol le pifió al balón y el 3-1 abajo cayó como puñal en las entrañas. “Ladrones, váyanse, no sienten la camiseta”, el pibe, la cara roja de furia, se toma la cabeza y llora, endemoniado, mientras patea el paravalanchas. Un estruendo de silencio arrollador cae sobre las gradas, las imágenes quedan detenidas, las caras cobran una imagen surreal en la que parecen explotar y reventarse, todas, al unísono. Pero en las mentes hay silencio, papeles en blanco ante el terror de la historia que se escribe en un escenario esquivo. “Están velando a un muerto”, diría Walter Saavedra por Radio Mitre. “El malevaje extrañado me mira sin comprender”, piensa Tonelotto, que también terminó en la misma bolsa de quejas y repudios de los hinchas. Gritar, solo queda gritar para vaciar de dolor el alma, terminar de tragar la bilis que llueve a cántaros en cada uno de los hinchas.
Mientras todo ese cóctel de locura pasa, parece que Tonelotto llora en el medio de la cancha, igual que el hincha que le grita “ladrón”. Ese hincha también siente cómo se le desparraman las lágrimas sobre las mejillas, que arden por la impotencia. Algún plateísta estará advirtiendo también que el Gobernador faltó a la cita: ya no hubo fiesta en el campo de juego con el primer mandatario provincial abrazando a los jugadores después de aquel triunfo épico ante River. Esta derrota no suma votos. También en las calles, la bolsa cayó: los choripaneros vendieron mucho menos que aquella noche de locura cuando San Martín le dio vuelta el partido a Vélez. Cenizas, sólo cenizas quedan en el firmamento.
El silencio se apodera del presidente del club: ni una palabra en las semanas previas, después de la verborragia del año pasado. “El plantel se comió a Hrabina, estos no van a ascender”, eran las charlas de café a principios de año. Nadie se animó a hablar de “camarillas”, de vestuarios intoxicados con problemas de roles y de demasiados caciques adentro de esa tribu que se… ¿olvidó de jugar? “Me parece que estos jugadores no quieren ganar… me parece, que estos jugadores quieren cobrar”, amenaza la popular. “San Martín le ofreció seguir una temporada más a cuatro referentes”, titulaban los diarios. ¿Suspicacia de machos alfas que había que tranquilizar en medio de un vestuario que ardía? “Los jugadores no tienen reacción”, terminó por reconocer el nuevo DT, Quiroz.
Los pibes patean, desencajados, tras el tercer gol de Independiente de Mendoza, el alambrado que los separa de la cancha, como si estuvieran pateando la barrera que los identifica como ”villeros” en la cotidianeidad y los margina antes de cualquier entrevista de trabajo. Los pibes rompen el alambrado y se sienten protagonistas de la película de sus vidas por primera vez: por la reacción de ellos el árbitro paró el partido. Por la irrupción de ellos en la escena, los policías corren a tapar ese agujero. Los pibes patean los escudos policiales, arrojan pedazos de ladrillos a los cascos de los uniformados, le pegan con el revés de los palos que sostienen las banderas a los policías que les impiden ingresar a la cancha y quedar cara a cara con los jugadores, que cobran un sueldo de más de 20 mil pesos, y pedirles explicaciones de por qué esta tarde no dejaron todo en la cancha. Los pibes no pueden parar, están enfurecidos. Otros miran desde la tribuna el desenlace del bochorno, mientras se lamentan por haber pagado los 30 pesos de la entrada: 30 pesos que pesarán en la sumatoria de los 30 días que preceden al próximo pago de sueldo de empleado público.
La escena: la Policía tratando de calmar la furia de los pibes que tienen como único escudo sus camisetas verdes y negras. En la mitad de cancha, los jugadores de San Martín solo… miran esperando el desenlace. Otra vez, Canción de Alicia en el país: “Los inocentes son los culpables, dice Su Señoría”. Una mitad de ladrillo impacta con fuerza en el casco de uno de los policías que parece desestabilizarse cuando trata (pensando en sus hijos y en ese sueldo de sólo 1.500 pesos) de que los hinchas no lleguen hasta donde están los jugadores, que esta vez no cobrarán el premio prometido (sólo un porcentaje más a su sueldo) porque perdieron un partido clave. Mientras tanto, miles de hinchas que todavía siguen en las tribunas señalan a los futbolistas con el índice: “Hijos de puta, hijos de puta”. La tribuna se mueve, los saltos son cada vez más enfervorizados. “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Los jugadores no pueden salir de ese circo romano en llamas. Por los altoparlantes una voz grave indica la suspensión del partido. Hay aplausos. “Si estos no quieren jugar, no les vamos a dejar terminar el partido”. En la lucha de fuerzas por una misma camiseta, ganó la furia de la popular. Después de esa batalla absurda todos salen cabizbajos: todos perdieron. Los jugadores verdinegros tratan de esquivar las piedras y se meten en el vestuario. Afuera, los pibes comentan su intrepidez, después de haber corrido por la represión policial que los expulsó del estadio. La salida del Hilario Sánchez es silenciosa. Esta vez nadie quiere hablar del partido. Hay amargura. Pero en la irracionalidad de las pasiones, todos volverán algún día a subirse a esa misma tribuna, con las mismas camisetas y tener la misma ilusión de ascenso que tuvieron en este campeonato que ya duerme sepultado en la miseria de un mala tarde. Todos, al fin de cuentas no pueden salir de un mismo laberinto: “Lo único que no puede abandonar un hombre es su pasión”. Aunque el hambre visite la casa, aunque el gobierno no sea el mejor, aunque la mina de sus sueños los haya dejado por otro, aunque la vejez empiece a hacer mella en sus cuerpos y aunque “este fútbol ya no es como el de antes, ahora todo es un negocio”; aunque todo eso pase, estos hinchas volverán a alentar a 11 tipos (sólo números para la economía del mercado de pases, y los bolsillos de sus representantes) corriendo y pasándose una pelota en la cancha y, tal vez, griten un gol de algunos de los que hoy se llevaron la etiqueta de “ladrones, pechos fríos”.
Cuando ingreso a mi barrio alguien me pregunta “cómo salió San Martín”. No puedo hablar todavía, aún el nudo en la garganta me turba la charla: con las manos hago señas indicando que la ilusión del ascenso se esfumó. Cierra Canción de Alicia en el país: “Se acabó ese juego que te hacía feliz”. El juego es circular: todo vuelve al inicio. Y lo que hoy duele es la pasión, que siempre regresa, irracionalmente, con la fuerza del optimismo en cada comienzo de temporada.
Pablo Zama.
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