La noche de los pibes de la esquina
Fotos: Marina Balbo.
Al malabarista le robaron la mochila al final del show. La tensión se apodera de la salida. Gritos e invitaciones a pelear, broncas, furia. Los chicos hablan, terminan por arreglar. Es el final de un recital de letras de la calle. El artista urbano se va más tranquilo. “Los chicos de la equina” disfrutaron de un show especial. Muchos tal vez se sienten hombres de Neanderthal
, viajeros de su propio espacio, astronautas subterráneos en el mundo de la música.
Pogo
Rock barrial en la cueva. Los pibes saltan y cantan letras comunes que hablan de gente como ellos. Los Gardelitos salen al escenario en una cita que había quedado postergada con San Luis. Los fans, casi todos jóvenes de entre 18 y 25 años les hicieron el “aguante”. Los chicos están en Panacea, algunos quedaron afuera, sin entrada. “No escuches a la banda de moda”. Los pibes lo saben bien. Siguen a los Gardeles desde sus inicios, jamás pensaron en la banda como marca registrada de algún sector rockero. Los Gardeles son del barrio, de los “chicos de la esquina”, de reivindicación a “los querandíes”, de las palabras simples, de la música sencilla. El barrio está en Panacea, tocando acordes que reflejan noches y días callejeros con historias que no tienen retórica épica. Sólo están los cuatro forasteros del mundo grandilocuente (Eli Suárez, Paulo Bellagamba, Diego Rodríguez y Fede Caravatti), porque jamás cantarán pensando en epopeyas de gente superior, sólo el rugir de guitarras de una música que roza el lamento de una sociedad de clase media baja, nostalgias de tiempos que sellan el paso de la vida de los anónimos. Entonces llega el pogo cuando en el escenario explota “Oxígeno”. Los Pibes entran en un hipnotismo especial con el escenario. Arman la ronda para empezar a chocarse al ritmo de Gardeles. “Corazones bailando al viento”. Corean cada una de las letras. Chocan. Remeras con el nombre de la banda, banderas especialmente diseñadas para los recitales de los pibes que se quejan de los “ricachones dueños del poder”. En “Anabel” hay pibas que reflejan sus historias, palabras que marcan problemas familiares, la soledad pese a la cercanía de su gente, la risa y la evasión en lugar del llanto. Ese tema es casi un alto para los fanáticos que cantan mirando el techo de Panacea, aplauden y se preparan para la próxima ronda de pogo. Cerca del escenario, un mochilero salta olvidando el peso de lo que lleva en su espalda. Barba desprolija, busca el dentífrico que cayó al piso, entre piernas inquietas que se mueven sin parar. Lo ayudan. Sigue saltando. Algunos de los malabaristas de las calles puntanas que no podían entrar al bar, logran llegar finalmente cerca del escenario cuando las letras gardelianas están casi por esfumarse de la noche fresca de San Luis y… también saltan, “poguean” y cantan con furia callejera, de dolores sociales que a veces son sublimados a través de una canción que se perderá en el abismo de la memoria, y pasará a ser sólo una huella más en la nostalgia. No “hay sueños de metal” para los pibes que disfrutan y se identifican con las letras. No son “robots de las playas de Uranio”, tampoco quieren “más poder”, ni tienen ambiciones desmedidas por el dinero. En la noche ellos sólo quieren hacer pogo, reflejarse en los cuentos realistas de la banda, gardelear hasta que salga el sol y la rutina choque sus frentes.
“¡Se encontraron con un loco de verdad ahora! Vengan… quiero ver quién es el más pulenta. Hay que robar de frente, eso es ser una rata. ¡Devuélvanme la mochila!”. El malabarista finalmente se calma y se retira a vivir su vida de arte y supervivencia. Los chicos sólo esperan el momento de volver a tomar una cerveza en una esquina anónima. “Anabel fuma marihuana” y se evade mirando la TV. Alguien algún día la rescatará. Los pibes de la esquina fueron libres por algo más de dos horas, sólo gardeleando sin parar.