“Seleccionar excluyendo”
Xenofobia en el fútbol. Intolerancia social. Poderes que devoran a los de abajo. Funcionarios que tiran la bocha a la tribuna.
Las banderas son agitadas al viento, impunes, en otro domingo futbolero. Los pibes, los adultos, todos: cantan con violencia. Los equipos salen a la cancha. El ataque xenofóbico empieza. La hinchada de Independiente, plagada de banderas de Bolivia y Paraguay, con el número 12 (que identifica a la hinchada de Boca) como inscripción, “cargan” a sus pares xeneizes. Resultado: después la Asociación del Fútbol Argentino deberá responderle al INADI (Instituto Nacional Contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo) por este acto de discriminación hacia las comunidades de los países referidos.
El significado estándar de la palabra discriminar refiere: “seleccionar excluyendo”. Discriminar es diferenciar. Pero en la práctica, el uso de esa diferenciación puso sobre la palabra discriminar un espeso halo de resistencia. Muchos hacen de la diferenciación su arte diario de menoscabo hacia el “otro”.
Ser distinto, diferenciarse. Discriminar, en su sentido peyorativo, es un acto de violencia social, por cuanto se margina de la calidad de persona con derechos iguales a los demás a aquel que es “diferente”.
Se discrimina y se lesiona la moral de una persona cuando es maltratada en otro país por no ser nativo de ese lugar, lo mismo cuando se discrimina y se menoscaba la procedencia de alguien que es del mismo país, pero de otra provincia. Discriminación que a veces se ejerce como la liberación inconsciente de un complejo de inferioridad o, al revés, por un sentimiento de superioridad sobre el otro, sobre el diferente.
Discrimina y se corrompe aquel funcionario público que no permite la diversidad de opiniones. Aquel funcionario que cierra el discurso y lo manipula, censurando y obligando a los medios de comunicación a que le muestren al pueblo sólo el pensamiento que él desea que se expanda por las radios, los canales de televisión y los diarios, para que lleguen –“manufacturados”- a las casas.
Discriminaron el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) y otros grupos civiles armados que mataron a familias enteras sólo por pensar diferente o por liberarse de una opresión, con más opresión. Discriminaron, asesinaron y cometieron el más terrible genocidio de la historia Argentina los militares en el ’76, en el denominado Proceso de Reorganización Nacional. Lo hicieron con total impunidad, aprovechando el poder que les confería el Estado (que habían tomado por asalto). Las autoridades del Estado, por consiguiente –en vez de velar por la salud y el bien de la sociedad- mataron como a ratas a miles de personas que conformaban el pueblo que ellos mismos conducían de manera antidemocrática. El poeta cubano José Martí hablaba de libertades liberticidas. Los militares y gran parte de los adeptos a esa masacre dijeron sobre sus capturados y asesinados: “algo habrán hecho”. De esa manera, se tomaron la libertad de matar la libertad de otros, abusando del poder.
Diferencian, discriminan y gatillan sobre la dignidad de la humanidad los países que lideran la economía mundial, porque usan su poder para corromper a los países más chicos y usan –como retroalimentación a su sistema de prosperidad- el hambre de niños, el analfabetismo de otros pueblos, la desesperación ajena, como motor para sus negocios millonarios.
No contemplan la igualdad, restringen la libertad y coaccionan a actuar de algún modo determinado a sus pares aquellos que, por estudios o por capacidad, consiguen oprimir psicológicamente a las personas. Un manoseo implícito a la moral de los demás, a través del poder persuasivo, denigrante, tras una capacidad mental que logra, en algunos casos, “vaciar las cabezas” de sus interlocutores, para después usarlos como autómatas sin rumbo, para fines personales.
Discriminan y oprimen, los jefes que, tras su ambición de poder en la empresa, menoscaban a su empleado más capaz, para lograr disuadir toda chance de competencia hacia sus aspiraciones laborales. Ese jefe que además, y muchas veces sin darse cuenta, crea un modelo en sus subalternos que después, tras ese ejemplo, se devoran como serpientes.
Son cómplices de la opresión y de la discriminación hacia algunos artistas “prohibidos”, aquellos agentes culturales que no denuncian tal opresión y que, peor aún, aprovechan esos espacios para abrirse camino en medio de una intolerancia que demarca quiénes pueden subirse a un escenario y quiénes, no. Rasgo permanente de las sociedades conducidas por líderes totalitarios, que corrompen la diversidad cultural y esgrimen su poder imponiendo sus artistas. Lo hacen en pos de la “libertad”, pero los botes y los barcos están llenos de genios a los que no les queda otra que escapar de esa intolerancia que acosó sus libertades.
Discrimina el obispo que no permite trabajar a los sacerdotes carismáticos, por no estar de acuerdo con sus métodos. Oprime ese obispo que, por la razón expuesta, permite que los sacerdotes vocacionistas se vayan de una provincia hartos de los métodos de conducción de la iglesia.
Sesga la libertad de pensamiento y comete un acto de intolerancia, discrimina: aquel que por no estar de acuerdo con la idea de la libertad sexual se burla o persigue a los homosexuales. Igualmente oprime aquel que haciendo gala de su elección sexual se burla e intenta poner en ridículo al heterosexual que no comulga con sus pensamientos.
Diferencia, en el sentido más espeso de la palabra, el empleador que no le da trabajo al discapacitado por su condición supuestamente “inferior”, aunque esa discapacidad no lo limite en la función a la que se postula para ser empleado. Discrimina y se vuelve discapacitado ese empleador porque, por tal acción, corrompe su capacidad moral.
Corrompen, discriminan, oprimen y se burlan del pueblo los empresarios mineros que, en complicidad con el gobierno de turno, intentan eliminar de su carpeta la “ayuda” que significa el Fondo Especial de Desarrollo Minero (destinado a colaborar con la educación, la salud, entre otros servicios básicos), beneficio que ellos mismos habían optado por entregar. No pueden -argumentan desde las cámaras mineras- seguir aportándole al Estado un 0,004 por ciento de sus ganancias mensuales porque la crisis mundial no se los permite. Aunque se llevan su producción casi completa, con la única retención de un 3 % (de la que algunos sectores ya descreen) que le queda a la provincia en la que vuelan hasta parte de las montañas, en la que hicieron un dique de cola (en zona sísmica) donde se lavan con cianuro las piezas extraídas, trabajan muy cerca de los nacimientos de las aguas que beben casi 700.000 habitantes y dicen que no hay riesgo de contaminación. Discrimina ese gobierno que permite la extracción de sus recursos en la cordillera, no le sube las retenciones a la multinacional extranjera, le da vía libre para que trabaje prácticamente exenta de impuestos y ocupando una cantidad exuberante de agua para su producción. Además, discrimina ese mismo gobernante que permite que, en otra exploración minera, cuando el 80 % de la explotación se realizará fuera de su provincia, los residuos, sin embargo, serán tratados del lado de la cordillera que pertenece a su tierra.
Finalmente, son discriminados los aportantes de materia prima a las recuperadoras, empresas que, enmarcadas en una situación de crisis económica más compleja, deciden bajar el precio de compra del material a reciclar. Oprimidos, a los cartoneros -paradigmas y símbolos excluyentes de las sociedades empobrecidas, pero también de la lucha del ser humano por sobrevivir en esta jaula llena de leones indomesticables que exhibe el mundo- no les queda otra que quejarse entre dientes, bajar la cabeza, juntar más cartones que lo habitual, continuar con la rutina de la supervivencia y seguir, un poco más, aguantando los abusos de ese poder invisible que los acribilla todos los días.
Estas palabras habían empezado con un ejemplo reciente de xenofobia en una cancha de fútbol. Soy futbolero, voy a la popular de San Martín de San Juan cada fin de semana y por eso me permito decir que en ese circo romano, en donde se dirimen poderes deportivos, ahí donde confluyen también los poderes políticos y económicos en los que (paradoja) un jugador de Primera División de AFA, de equipo chico, cobra 20.000 pesos mensuales por entrenar sólo algunas horas por día, mientras un médico, en muchos casos, no llega a los $ 4.000 y un empleado público, si está en blanco, cobra los 1.290 pesos fijados como salario mínimo vital y móvil; en ese campo de sublimación de las guerras, digo, parece muy acertada la afirmación de aquel viejo eximio jugador y ahora dirigente futbolístico, Jorge Valdano: “El fútbol es la letrina de la sociedad”. Esta mañana la inscripción que le dejaron a los jugadores de Racing en el lugar de entrenamiento, por haber sido goleado frente a Tigre, fue: “Va a haber balas para todos”. La violencia no es del fútbol, es un síntoma grave de la sociedad. O sea, queda mirar el espejo, pero para resolver el problema de discriminación en donde está realmente el problema: fuera del teatro.
Pablo Zama.