La luces que ayer se apagaron cobran el fuego que tuvieron con la mierda que hoy las resucita, escribe el guardia sobre la pared.
No hace frío esta mañana. El grito que lacera la memoria todavía es una constante en la celda. Relatos de todos los tiempos son los que lo mantienen vivo, o al menos eso cree mientras se entera por una radio a pilas que Antonini Wilson dijo que existió otra valija. El mundo, de a ratos, le parece una peste difícil de digerir. Escribió con errores ortográficos en la pared, se da cuenta ahora. Es muy tarde para borrar lo que ya hizo.
El germen de la miseria es la autonomía que se les da a los hijos de puta, sigue escribiendo.
Nadie lo ve, porque no hay nadie prácticamente en los pabellones de máxima seguridad. Cristina K habla en la ONU y le pega duro a los yanquis. La radio es testigo. Boca ganó con los pibes y River sigue lamentando la estocada tucumana. La información no es lo que le genere desconfianza. El ruido de que todavía existe un afuera es lo que lo perturba. Por eso, tal vez, no tardó en declararse culpable en los horrores que se le imputan.
La soledad, rincón misántropo de celda mugrienta, lo acribilla. Pero se siente indemne a la sociedad en esa parcela de recuerdos, con la actualidad que sale, necia, por un mínimo parlante de receptor viejo.
Los diarios corrompen la subjetividad y maculan el buen sentido de la percepción. En los diarios se escriben buenos relatos, sobre lo que no ocurrió. Esas páginas contienen el semen de los aduladores del poder, mancha la pared con asco.
Hay una historia que para él no retrata lo que ahora ve, distorsionado, de lo que no puede saber del afuera. Acaba de quemar todos sus libros. Y, mientras quiere quebrar la monotonía de las horas, se infunde bronca, todo el tiempo, para poder persistir a través de la energía de los malos deseos.
“El Diario Clarín dice en su portada que hay paro total de trenes en Buenos Aires”, la voz radial suena espesa y tremendamente vacía. En la celda parece difícil que el guardia encuentre el sustento para resistir a lo que le dictan como verdad.
Por el receptor se entera que la hija de Camps es ahora la detractora de la corrupción militar. Y Pino Solanas se acuerda del atentado que sufrió en la época menemista.
La ignominia que hoy enfrenta la sociedad, es el reflejo de las luchas apócrifas, intestinas, que los neoliberales creyeron que emprendían: el campeonato mundial de la estupidez, sin más, ya casi no le queda aerosol para tirar en ese muro.
Piensa en que el hombre sino es político sucumbe al poder de los infames que no son hombres políticos. Cubrirse de lo que los demás son, diferenciarse, al menos en la mierda –sigue pensando- da el detalle de lo sobresaliente. Aunque él prefirió imputarse de horrores que todavía nadie, más que él, sabe si fueron una absurda realidad.
Aquellos pelotudos que caminan erguidos y con traje. Esos que no le dan bola a nadie y llevan la soberbia pegada en las vísceras. Esos, no conocen el vacío, porque los robots no sienten, tira el último suspiro de aerosol en el último espacio que le queda libre a la pared.
Se levanta de la cama y toca los barrotes. El guardia no aspira a entender qué pasa por el plano de la realidad condicionada del afuera. Suena el despertador de quienes lo vigilan. El guardia se tira sobre el colchón. Permanece quieto por media hora, sin dormirse, por más que lo intenta. Tira el envase vacío que alguna vez tuvo aerosol. Mira hacia la pared y vomita sobre el piso.
Se viste, se pone el traje. Se peina. Tira la radio por la ventana, mientras amanece. Germina su cara de indemne, de ciudadano correcto. Y, mientras se pone la corbata, habla por su celular, pide que el auto presidencial lo vaya a buscar.
Sale a la calle. Ya se olvidó de las noticias.
Pablo Zama