miércoles, 20 de agosto de 2008

Crónicas puntanas 2:



Ser inmigrante en San Luis

Dos vidas que tienen mucho en común. Un senegalés y un peruano que viven lejos de su tierra y disfrutan de la provincia. Trabajan como vendedores ambulantes y son parte de la franja de inmigrantes que residen como dos sanluiseños más.



Desde hace varios años, el crecimiento de la cantidad de inmigrantes residentes en la provincia se ha tornado muy notorio. Según los datos de la Dirección Provincial de Estadísticas y Censos, en 1991 ya había un total de 4.004 personas que nacieron en el extranjero y se radicaron en San Luis. Y el último censo, que data del año 2001, muestra un crecimiento en la población de inmigrantes de 909 residentes más. De aquí se infiere que hasta la actualidad, la llegada de extranjeros que arriban a San Luis en busca de trabajo va en un franco crecimiento.

En relación al tema, El Diario de La República salió en busca de algunas voces de inmigrantes para reflejar la vida de los que dejaron su país para instalarse en esta provincia. Así, Mustafa (de Senegal) y Víctor Linares (de Perú) contaron sus historias cargadas de nostalgia y nuevos proyectos. Dos historias que conviven en el mundo paralelo de satisfacción económica y logros personales, pero, a la vez, instantes de tristezas por lo que cada uno dejó en su lugar de origen.

“Musta”

La historia de cada persona tiene, en ocasiones, reveces que llevan a tomar decisiones muy importantes en la búsqueda de un futuro. Eso le pasó a Mustafa, un senegalés de 23 años que optó por radicarse en Argentina y actualmente vive en San Luis.
“Musta”, como le dicen los conocidos suyos, trabaja desde hace un año en un local de venta ambulante del Paseo del Padre. Él aclara: “Yo tomé solo la decisión de venirme, vine por trabajo”.

La impasibilidad es, a primera vista, el rasgo personal que lo destaca. Domina el castellano, pero prefiere tirar palabras de a poco, el miedo a equivocarse parece condicionarlo. “No hay trabajo para ganar plata allá”, dice y pierde la mirada en el piso.
Mustafa nació en la ciudad de M’bour. Pasa todos los días, y la mayor parte de las horas, en el Paseo del Padre. Usa su reloj pulsera en la mano derecha y vende desde gorros hasta anillos. Musta llegó a la Argentina hace dos años y su primer destino fue Capital Federal. Allí trabajó hasta el año pasado y en el mismo rubro: vendedor ambulante.

Musta pone en claro que Buenos Aires no es tan tranquilo para vivir. Prefirió llegar hasta San Luis porque un amigo que conoció en Mar del Plata lo invitó a venir. “Acá es más tranquilo que en Capital Federal”, destaca. Está sorprendido del carácter hospitalario de los sanluiseños y, dentro de su timidez, se acuerda que mucha gente lo invitó a comer a sus casas cuando él recién pisaba la tierra puntana.

No hay mucha gente en ese espacio comercial pero Mustafa explica que esa parcela de sueños en la que reside (el Paseo del Padre), se llena de turistas y dueños de casa los fines de semana.

En Senegal dejó algunos sueños y su familia: compuesta por sus padres y sus hermanos (prefiere no precisar la cantidad). No sale a boliches y sólo piensa en trabajar. Ahora sus anhelos están puestos en prosperar en su nuevo lugar y alguna vez cumplir el sueño de volver a casa. “Todavía no sé que hacer de mi futuro”, termina de contar.

Mientras se acerca la hora de almuerzo, quien dice ser el único africano en San Luis, sigue con su trabajo, pasa una chica y se acerca a mirar sus productos. Él, como siempre, pregunta con un: “¿Qué necesitas linda?”

Nostalgia a la peruana

Lleva puesta una camiseta de Universitario de Perú como si esa identificación le sirviera para gritar: ¡no olvido a mi tierra! Su nombre es Víctor Linares. Tiene 47 años. Y lleva 15 años en San Luis. Trabaja en el Paseo del Padre como vendedor ambulante, muy cerca de Mustafa. “Uno nunca se termina de acostumbrar a estar lejos de su país”, empieza a contar. Ahí nomás aclara: “Este –San Luis- es un sitio tranquilo y me siento a gusto con mi familia”.

La falta de trabajo y la inestabilidad laboral terminó por ponerlo a Víctor en una situación complicada. Él asegura que con más de 30 años se le hacía difícil conseguir trabajo en su tierra. Decidió llegar directamente a San Luis y trabajar en la construcción.
A los dos años de instalado en la provincia trajo a su familia y se puso un puesto en el Paseo del Padre. “Yo soy prácticamente el fundador de la venta ambulante en este lugar”, se jacta. Extraña a sus padres, pero siempre está en contacto con ellos vía telefónica.

Linares tiene tres hijos peruanos y uno sanluiseño. El mayor tiene 23 años y ya es jefe de familia, el que le sigue es un muchacho de 17 años que estudia Ingeniería Electrónica en la Universidad Nacional de San Luis. La nena tiene 15 años y termina sus estudios secundarios. El benjamín de la familia peruana, de 8 años, es nacido en la provincia. “Yo ya soy nacionalizado argentino y mi esposa está por terminar sus trámites también”, dispara el hombre nacido en Lima.

Apenas llegó a San Luis Víctor se instaló en una pensión y ahora alquila a la espera de poder conseguir su casa propia.

Además de sus seres queridos extraña la comida peruana (pescado, mariscos, patos). Mientras cuenta que en Argentina simpatiza por San Lorenzo una señora le pregunta por los aros de coco y él atiende el pedido.

Según este peruano nacionalizado argentino, en su país el salario mínimo no llega ni a la mitad de lo que está en Argentina. Esa es una de las razones por las que decidió emigrar.

Linares mira al periodista y con cara de pedido de que su frase vaya en la nota, asegura: “Lo que más me gusta de San Luis es la tranquilidad, la educación y la cordialidad de su gente”.

Tanto Musta como Víctor tienen muchas cosas en común. Los dos son inmigrantes. Ambos están contentos con la gente de la provincia. Les gusta el fútbol. Admiran a Messi y a Maradona. Y sueñan con volver algún día a su tierra.


Pablo Zama

miércoles, 13 de agosto de 2008

Crónicas puntanas 1:




De profesión: LAVACOCHES


La historia de Kely, el hombre que lava y cuida autos en la plaza Pringles. Estuvo preso. Fue adicto a las drogas. Ahora, recuperado, trabaja para ayudar a sus hijos y a su padre. El reflejo de una sociedad que poco se conoce.



Kely es un lavacoches de 45 años que ejerce en la calle Junín, en un extremo de plaza Pringles, desde hace 8 años. Estuvo preso por consumo de drogas y alcohol. Se rehabilitó. Y la sociedad le dio otra oportunidad. En un día laboral bueno aclara que embolsa alrededor de 50 pesos, pero destaca que no todos los días son así. Antes de ser lavacoches trabajó en una agencia de autos y también tuvo una verdulería.

Se acerca para conversar y en su imagen ya se vislumbra cómo es personalmente. Tiene un gorro negro de lana para cubrirse del frío. Usa un chaleco polar. Entre sus manos sostiene dos trapos para lavar autos. Lleva jean y zapatillas negras. Su cara esotérica, que denota algo oculto en su historia de vida tras sus ojos azules, termina por dibujar su fachada.

No da a conocer el nombre que lleva en su DNI. Pero sí aclara que le dicen Kely: el nombre que la sociedad próxima, en los suburbios de un mundo que está, pero del que poco se sabe en profundidad, el de los lavacoches, le impuso como sello. Así le dicen todos, aunque Kely cuenta: “ese sobrenombre me lo puso mi vieja cuando yo era chico”. Esa madre que ahora extraña porque, destaca, ese fallecimiento es lo peor que le pasó en la vida. “Mi vieja siempre estaba al lado mío, me apoyaba mucho, incluso cuando me separé”, cuenta.

Kely lleva en su vida reminiscencias de un tiempo difícil: “Con el tema de las drogas mis viejos siempre me ayudaron mucho para recuperarme. La verdad es que ellos siempre han sido muy buenos conmigo”.

Llega una 4x4 nueva (que contrasta con el Fiat 125 amarillo bastante descuidado que está a su lado) a esa guardería al aire libre y Kely se acerca para indicarle al conductor cómo estacionarse. En ese mismo instante, confiesa que está un poco preocupado porque su padre tiene cáncer de próstata.

Las drogas

La mañana de San Luis sigue en movimiento y el ruido de los motores es imparable. Pero Kely sigue con su historia. La droga lo sometió cuando empezaba a transitar la segunda década de su vida. “Hice rehabilitación aquí, en el psiquiátrico de San Luis y gracias a Dios me fue bien”, dice. Y, con pena, confiesa: “Después del servicio militar probé pastillas sin receta, por curiosidad, y después consumí marihuana y cocaína”. La droga hizo declinar su matrimonio. “Me abandoné a mí mismo. Me encontré en una calle, tirado, borracho y drogado”, recuerda lacerado.

Kely fue tratado también por el grupo de rehabilitación GIA (Grupo Interdisciplinario de Alcoholismo). Y los barrotes del Penitenciario Provincial lo tuvieron encerrado en dos oportunidades. A los 22 años fue preso por dos semanas y a los 29, cuando tocó fondo, llegó a la cárcel para quedarse durante dos años. Aunque trata de no hablar mucho de la experiencia en prisión y prefiere decir que hizo algunos amigos ahí y que le enseñaron a ser respetuoso.

El hombre de gorro de lana negro llega a la plaza cerca de las 10 y se queda hasta pasada las 14, pero muchas veces pasa de largo hasta las 21. Los días son inconstantes: el trabajo y la plata que éste arroja a veces es abundante y otras veces es muy insatisfactorio.
Lleva el karma, como todos los lavacoches, de la desconfianza social. Porque al generalizar (se queja uno de ellos por calle San Martín) caen todos en la misma bolsa, cuando ocurre un hecho delictivo.

Hay colegas de Kely que pasan de largo todos los días y están apostados en su lugar de trabajo desde las 7 hasta la noche. El lavado de los autos cuesta 7 pesos y lo remunerado por el cuidado es a voluntad del dueño del coche. En ocasiones no hay fines de semana y la música de los días es el ruido de los motores encendidos que van buscando su guardería en las calles de la plaza.
En el caso de Kely, los domingos son sagrados y a veces descansa los lunes también, todo depende de la plata que tenga al finalizar la semana.

En los restantes extremos de la plaza Pringles hay más hombres, lavacoches, que llevan un mundo dentro de sí mismos, son sueños diversos. Son alrededor de cuatro o cinco por cada cuadra. Uno de ellos exagera y asegura que la cantidad de personas que trabaja en este oficio sobrepasa los 200 en la ciudad, entre los que están en las plazas, Paseo del Padre y la avenida Illia. Desde la municipalidad detallan que el número de lavacoches ronda sólo 34 trabajadores en la capital, entre los que suman aproximadamente: 20 en la plaza Pringles, 6 en el Paseo del Padre, 4 en la plaza Independencia y también 4 (que trabajan de noche) por avenida Illia.

El controvertido y polémico tema de las ordenanzas municipales que prohíben el lavado de autos en la vía pública y el estacionamiento alrededor de la plaza principal de la ciudad, sigue en vigencia. Un funcionario municipal destaca que el límite entre lo legal y lo legítimo es una disyuntiva que tiene mucha historia en este aspecto. Entonces Kely, como otros lavacoches, sufren la incertidumbre por no saber de qué van a trabajar en caso de que esas ordenanzas se apliquen. Así, llevar el pan a sus casas se tornará en una tarea muy difícil.

Aunque lejano a aquello en esta mañana, Kely, el hombre rehabilitado de las drogas y el alcohol, hincha de Boca y Estudiantes de San Luis, se dispone a contar que tiene un nieto de 3 años (la mamá del pequeño es su hija de 18). Y su otro chico, de 14 años, cursa sus estudios secundarios.
En los ecos que vienen de otros lavacoches, algunos señalan que hay un trabajador de este rubro que tiene 9 hijos y otro cría a sus tres niños solo, después de haberse separado de su mujer.

Una frase categórica: “Prefiero laburar acá que como empleado de un plan de inclusión, es más rentable esto. Ahí se cobra 520 pesos”. A la vez, Kely admite que sueña con un trabajo digno y aclara que no pide más que el salario mínimo vital y móvil (1.200 pesos).

Los fugaces instantes en los que conversa con sus clientes son también oportunidades para el debate. “Este último tiempo todo el mundo me conversaba sobre el conflicto del campo y ahora se habla mucho de los juegos olímpicos”, sentencia.

Esas charlas sirven también de testeo sobre la mirada que los turistas tienen sobre San Luis. Hay visitantes que le han dicho a Kely que les gusta el orden que tiene la provincia con respecto a las autopistas de la ciudad, pero también hay otros que se quejan de los caminos, sin precisar cuáles. En esos contactos el lavacoches se convierte en un guía turístico que indica cuáles son los mejores hoteles y los restaurantes que atienden mejor.

Este hombre bastante crítico del gobierno nacional y provincial cuenta que hace de lavacoches a domicilio a veces, porque hay clientes que le solicitan que vaya los fines de semana a lavarle los autos a sus casas. También especifica que hace más plata en el invierno. Eso es porque “a la gente no le gusta mojarse las manos cuando hace frío”. Un Torino, que recuerda a aquellos que tanto dieron que hablar en las carreras alemanas de fines de los ’60, se retira. Y se estaciona en su reemplazo un Wolsvagen Gol. Su dueño sale, mira al lavacoches y dice: “Hola viejo, ¡por fin puede estacionarme!”. Llega la tarde y Kely sigue en su trabajo, no sabe hasta que hora. Pero igual que los demás lavacoches de la plaza Pringles, toma su trapo y el balde con agua que sacó de la fuente y sigue con su rutina.


Pablo Zama